Me contaron hace tiempo que un estudiante universitario se acercó al salir de clase a saludar a un catedrático ya mayor llevado del entusiasmo que le produjo saber que eran de la misma ciudad, entonces una capital mediana. Parece ser que el catedrático le miró con simpatía y le dijo con calma: «No se preocupe usted, eso se cura leyendo».

Aunque la anécdota no tuvo lugar en Madrid, sino en una universidad ´de provincias´, puede suponerse que el anciano profesor se dejó llevar de cierto elitismo altivo y desarraigado. Es posible, aunque no lo creo, y más probable me parece que quisiera prevenirle con cierta ironía de lo enteca que es la satisfacción demasiado entusiasta (y acrítica) por lo propio. En todo caso e incluidos sus riesgos, aquella respuesta me parece más aceptable que las recientes críticas que escuché a un grupo de profesores a su rector porque no era de la ciudad donde se asentaba su universidad, de la que ellos mismos procedían y apenas habían salido, obviamente.

La prensa local suele unirse al coro de quienes, como aquel joven, celebran que sus rectores, obispos, directivos empresariales, autoridades judiciales y toda clase de prohombres locales, incluidos los propios periodistas, sean nativos o en su defecto entusiastas adoptivos del lugar. Por lo que parece en cada sitio la gente se ha hecho tan suya y especial que apenas cabe entenderla sin haber brotado allí mismo, como los árboles, o bien haber dedicado denodados esfuerzos a superar su impenetrable comprensión para los extraños. De manera que, por ejemplo, entre nosotros ser de Madrid es hoy una seria desventaja en cualquier organización que se precie de respetar la singularidad de sus áreas de implantación. Todo lo cual, por supuesto, solo puede decirse sin merecer reproches o sospechas si uno mismo procede de la periferia.

Hemos pasado con reveladora rapidez de la pasmada fascinación por lo foráneo a la autocomplaciente, y a veces boba, exaltación de lo autóctono, aunque me temo que ni en un caso ni el otro hay mucho buen juicio que admirar. Pero lo singular de esa transformación es que la respuesta de aquel viejo catedrático se ha hecho anacrónica y poco recomendable, porque la producción literaria, científica y divulgativa sobre asuntos locales se ha multiplicado tanto que hoy nuestro localismo de lo que presume es de leído e ilustrado. Incluso cabe pensar si es leyendo cómo se ha hecho incurable.

En nuestro país hemos asistido en apenas una treintena de años a un proceso de museización de lo local que ha alcanzado a la casi totalidad de los espacios culturales e institucionales. Ayuntamientos, diputaciones, universidades, bibliotecas y Comunidades autónomas han empleado cantidades nada despreciables de recursos económicos y humanos en la preservación del patrimonio local. Seguramente hacía falta, y ciertamente nada tiene de reprochable que se dediquen medios a poner a salvo la memoria de territorios y comunidades locales más o menos extensas. Nada, salvo que ese esfuerzo lleve aparejada la oclusión de las capacidades para interesarse por lo ajeno, incluidos los vecinos más inmediatos y, todavía más decisivamente, por lo humano en su amplitud más universal.

Además habría que tener en cuenta lo que le ocurrió a un conocido antropólogo que investigaba las costumbres de una tribu africana, y que descubrió que en lo tocante a la interpretación de huellas sus interlocutores nativos solo alcanzaban a diferenciar con certeza entre las de un automóvil y una motocicleta. O a aquel geógrafo cuyo tesón para buscar el nacimiento del Danubio le llevó a remontar sus afluentes más minúsculos hasta un prado cruzado por una exigua correntía que procedía del grifo de una granja.

Creer que las sociedades o los individuos son como los ríos que deben tener una fuente natural y nativa es poco sagaz. En el origen de lo nativo hay siempre una extranjería, una migración, una conquista o un destierro. Y si cabe presumir de algo al respecto es de haberlo olvidado y creer así que un modo de ser o de pensar es ´de aquí de toda la vida´.

Las costumbres y los usos de nuestros mayores merecen su conservación y estudio, y hasta es probable que guarden las señas de una cierta identidad territorial o cultural, pero, en cualquier caso, es la atención y el entusiasmo que les brindamos lo que resulta realmente revelador de nuestro modo de ser. Formamos parte de sociedades hiperconectadas que mitigan la volatilidad y el vértigo de nuestro mundo movedizo y flotante echando anclas de erudición (más o menos solvente) sobre lo castizo del lugar. Nunca han sido menores las diferencias entre comunidades locales tan distantes geográfica o culturalmente, y no ensanchan esas diferencias nuestros esfuerzos ingentes para la exaltación o identificación de lo castizo, sino que más bien agudizan la semejanza global entre ellas.

Los masáis que celebran danzas rituales ataviados como sus antepasados para disfrute de los turistas se parecen mucho más a éstos que a sus ancestros, aunque se ganen la vida disimulándolo. Y a nosotros nos pasa otro tanto: hemos convertido nuestras sociedades locales en parques temáticos de sí mismas, de sus irreductibles diferencias y singularidades, tanto más parecidas al resto cuanto más museizadas, es decir, empaquetadas como nativas y dispuestas para su exposición. Pero como los primeros y más entusiastas espectadores somos nosotros mismos, un cierto narcisismo de lo aborigen encantado de haberse descubierto se difunde en nuestros discursos y políticas, en nuestras instituciones y prejuicios emocionales.

Semejante encanto ante uno mismo expele hacia los otros todo sentido crítico, que se vuelven culpables de cuanto de mejorable hay en uno mismo. Cuando sobre todo lo anterior recae la mercantilización a la que abocan el turismo y la sociedad global de la comunicación, esa tematización puede resultar una burda estereotipificación tediosa y hasta grotesca. Pero si lo que recae sobre ese narcisismo local es una ideologización que postula patrias pretéritas, lenguas vernáculas, épicas y héroes ancestrales de la independencia, e idiosincrasias o emociones nativas, entonces los ufanos masais bailando delante de los turistas se han creído que son nativos ´de aquí de toda la vida´.