Desde que tengo uso de razón he vivido varias revoluciones que han transformado las cosas que hacemos cotidianamente y cómo las hacemos. Es curioso porque, si analizamos la historia de la humanidad, ese tipo de inventos tardaban en aparecer primero miles y después cientos de años.

Recuerdo el momento mágico en que el primer vecino de la calle se compró una televisión, que para nosotros era tanto como meter un cine en miniatura en tu sala de estar. En unos pocos años, en casi todas las casas de los niños que ese primer día pegábamos nuestras narices a la ventana del vecino, había ya un televisor.

El siguiente invento disruptivo fueron los ordenadores. En realidad los ordenadores personales, que intercambiamos irremediablemente por aquellas magníficas y entrañables máquinas de escribir. Unos artilugios que, por muy imprácticos que resultaran con su papel de copia y su tinta blanca correctora incluida, nunca añoraremos suficientemente. Al ordenador personal le siguieron de forma casi simultánea el teléfono móvil e internet, con la gran revolución que finalmente ha resultado ser ni uno ni otro, sino la fusión de ambos.

Todas las revoluciones tecnológicas que acaban afectando de esa forma a nuestra vida, se producen según una secuencia similar, y así las recuerdo todas y cada una de ellas. Primero son rarezas, en poder de unos pocos privilegiados que se pavonean delante del resto de sus asombrados vecinos y compañeros de trabajo exhibiendo el nuevo artilugio. El uso se va luego extendiendo con bastante lentitud, conforme la serialización y las economías de escala van haciendo cada vez más accesible la nueva tecnología a un nuevo grupo mucho más amplio de seguidores que ya aspiraba a poseerla pero no podían permitirse aún el lujo de comprarla. Luego, sorprendentemente, y sin apenas aviso, se produce una expansión extraordinaria y aquello tan exótico y sorprendente se convierte en el pan nuestro de cada día. Y a partir de ahí, empezamos a mirar atrás y preguntarnos: ¿cómo podía vivir yo sin este cacharro antes de que lo inventaran?

Por la experiencia con el televisor, los ordenadores, los móviles e internet, ahora tengo la absoluta convicción de que el próximo coche que me compraré „teniendo que en cuenta que me acabo de comprar uno y todavía necesitaré siete años para pagarlo y empezar a pensar en uno nuevo„ será autónomo (y casi con toda seguridad eléctrico). Y eso aunque ahora todavía me parezca ciencia ficción.

Y es que lo que está tirando del invento de los coches autónomos son fuerzas muy poderosas y toneladas de capital disponible. Esta pasada semana empezó el primer experimento en serio con una flota de coches autónomos en Pittsburg lanzada por Uber, la compañía tecnológica de coches con conductor privada. Por otra parte, Obama, ya en modo profeta visionario al final de su mandato, ha respaldado sin ambages su implantación en un apasionado discurso, resaltando la posibilidad real de acabar con cuatro quintas partes de las más de 30.000 muertes que provocan los accidentes de coche cada año en EE UU (más de un millón en todo el mundo), el 90% debidos a errores humanos. Los mismos errores que evitará esa maravilla tecnológica de coches autónomos.