Es una de mis comedias favoritas. Una película maravillosa que pone de manifiesto las preocupaciones y convenciones de la sociedad acomodada estadounidense de finales de los años sesenta. Valiéndose de la inteligencia, como poderosa arma de ataque, Stanley Kramer desaprueba y juzga, para lograr un mundo un poco mejor, la realidad racista encubierta que todavía campaba a sus anchas por los Estados Unidos a pesar de la aprobación de las recientes leyes de derechos civiles y de derecho al voto que los negros africanos acaban de estrenar durante los años 1964 y 1965, respectivamente, como resultado de la lucha por el movimiento por los derechos civiles.

La película se centra en la historia de un matrimonio acomodado, moderno y liberal, cuya única hija se presenta una noche en casa para anunciarles que contraerá matrimonio con un médico afroamericano. A partir de aquí la polémica en torno a los prejuicios raciales y la presión social está servida.

Al terminar el film, pensé que algunas cosas como la intromisión y el rechazo de los padres a la persona elegida por sus hijos es una especie de costumbre que aunque anticuada e incluso descabellada, sigue estando presente en el seno de muchas familias tradicionales y convencionales en su afán de proteger a sus retoños.

Observo, además, que esta práctica, contraproducente e inaceptable, es ejercitada con más frecuencia sobre la elección de las hijas que de los hijos. No son pocas las madres que confunden sus deberes y derechos como progenitoras boicoteando sin ningún pudor relaciones que no les gustan porque a sus ojos no son adecuadas, puesto que ellas saben mejor que nadie lo que más conviene a ´su niña´.

Y así de la mano de los juicios más absurdos y peregrinos, tal como la carrera universitaria, los apellidos, la altura o el color del pelo, ´escogen´ a la pareja adecuada, al yerno perfecto que hará, porque lo dicen ellas, las delicias no solo de su hija sino del resto de miembros de la familia y primordialmente de la sociedad que les rodea.

Por increíble que parezca, no son pocos los casos en los que estas madres, controladoras y manipuladoras, consiguen sus objetivos y ´casan´ a la niña con el yerno-príncipe-azul que cumple con todas las expectativas superficiales y frívolas que les procuraran entre otras muchas cosas la vanagloria eterna en su círculo de familiares y amigos.

Las niñas, por su parte, suelen ser de personalidades dependientes e inseguras, que no han sabido establecer los límites entre el afecto y el autoritarismo, y terminan subordinadas al capricho y al triste destino de los deseos de ´su mamá´, sumergidas en matrimonios infelices que lejos de procurarles satisfacciones y alegrías tan solo les han valido algo tan falso y frágil como sustentar su dicha en torno a unos ´buenos apellidos´.

Me pregunto entonces qué ocurre cuando la verdad encuentra su sitio, siempre lo hace, y estas madres descubren con el paso del tiempo y de las desilusiones reflejadas en la mirada de sus hijas, que eran ellas y no éstas las que desde un primer momento estuvieron equivocadas. ¿Sentirán culpabilidad? ¿Remordimiento? ¿Dormirán bien por las noches? ¿O simplemente se aferraran a su verdad como a un clavo ardiendo, negando la realidad más aplastante y dolorosa que puede ser la infelicidad de un hijo?

No negaré que esto es algo que me cabrea bastante, hijos que se ven abocados sin remedio a redimir los fracasos y las frustraciones de sus padres. Pero, al mismo tiempo, puedo llegar a entender, si dejo a un lado mi parte cínica, que se obró y se obra de buena fe pensando en lo que es verdaderamente bueno para un hijo sin tener en cuenta la vanidad del qué dirán, el egoísmo o la comodidad€

Quizás Oscar Wilde tenía razón cuando escribió: «Es muy difícil no ser injusto con lo que uno ama».