No sé si habrán tenido ustedes el gozo de disfrutar, durante el verano, de los hijos sueltos de sus vecinos vacacionales. Yo sí. Y he recordado aquella frase genial del padre de unos amigos míos „un hombre, por demás, bondadoso y estoico al que jamás le oí un grito„, ante la que sus propios múltiples hijos no podían evitar reírse: «Cada día entiendo más a Herodes». No piensen mal: el equipo de fútbol que aquel hombre había ayudado a traer al mundo constituía, en medio del irremediable caos, un modelo de respeto, formalidad y buenas maneras comparado con cualquier bicho, y no digamos si forman pareja, de entre 5 y 12 años de los que en verano son arrojados por sus protectores padres a los jardines y piscinas de las colonias playeras. Ya no sólo los zagales, que siempre dimos más por saco, también las niñas de hoy se han masculinizado, en punto a follón, y juntos emiten oleadas incesantes de alaridos casi inhumanos. Como si hubiera estado uno viendo El exorcista sin parar durante semanas.

Nunca había contemplado nada semejante. Carecen de toda noción de urbanidad, de trato deferente hacia los mayores, de acatamiento de las normas. Escucharlos e imaginar el futuro nos conduce a una película de terror o a cualquiera de las utopías negativas del cine de ciencia-ficción. Nos conduce, incluso, a algo peor: a la España que nos ha tocado sufrir: sectaria, zafia, malencarada, tuitera. He oído a estas criaturas de menos de diez años, hijos de parejas jóvenes, utilizar todo el repertorio de tacos que la inagotable lengua española pone a nuestro alcance, o llamarse ´zorras´ o ´hijoputas´ con una tranquilidad pasmosa. Cuando yo era crío esa denominación suponía siempre una pelea, pues a nuestras madres nadie las llamaba putas sin llevarse una oblea. A estos les da igual. Por supuesto, los carteles exigiendo ducha previa, no jugar con pelota en el recinto o no tirarse de cabeza por el peligro de golpearse contra el fondo son olímpicamente ignorados, mientras ves al pobre portero de la finca, reconvertido en desesperado guardés, ante la ausencia de los verdaderos responsables de la desvergüenza de estos niños de museo: sus papás. Por eso no es de extrañar algo impensable hace unos años: que ya haya hoteles que no admiten niños.

Los padres, Señor. No sólo los justifican y se irritan si cualquiera llama la atención a sus niños (me gustaría ver aquí a José Antonio Marina contándoles su cuento de la educación que depende de toda la tribu a estos padres tribales), sino que los incitan a incumplir las normas. Son los primeros que quieren que jueguen a la pelota, aunque se lleven a una señora de ochenta por delante; los primeros que les compran globos para llenar de agua, explotarlos y poner perdido al universo entero; los primeros que les empujan a tirase de cabeza, no sé si con la esperanza secreta de que se maten y los dejen en paz; y, desde luego, los primeros que se van a la playa y los dejan solos, en lugar de llevárselos con ellos, como hacían nuestros padres con nosotros, se ve que para descansar de la dura tarea de ignorarlos.

Los padres españoles han alcanzado una conjunción histórica para la educación de sus hijos: una combinación de sobreprotección y desentendimiento que hace que crezcan como animalillos de un zoo: consentidos y encarcelados, encerrados en invierno delante de una pantalla, y encerrados en verano en el recinto vacacional, pero solos o con la presencia pasiva de unos padres, dimitidos e irresponsables, en unos casos, y peores que sus hijos, en otros, de modo que nadie les enseña urbanidad, respeto hacia los mayores y hacia sus iguales. Nadie les corrige, nadie les enseña a convivir. Y lo peor es que estos principios socio-psico-pedagógicos han invadido un sistema educativo desquiciado.

Eso sí. Seguramente estos padres se quejarán de la falta de valores de la sociedad. Así que yo también cada día comprendo más a Herodes. Pero no para los niños, que son lo que hacemos „o no hacemos„ de ellos, sino a un nuevo Herodes. Un Herodes para padres.