Una huelga sorpresa de los pilotos argentinos amargó mis últimos días en Buenos Aires. Estaba inquieto porque el martes tenía que inaugurar en Madrid un congreso sobre las relaciones entre Populismo y Republicanismo, un tema central en la agenda política del futuro. Por mi parte, ya había sido el tema de discusión en varias universidades del área metropolitana, sobre todo en la Universidad de La Matanza. Así que llegaba a España con ideas frescas. La huelga de pilotos cambió el ambiente. Andar como un sonámbulo en medio de miles de afectados que exigen soluciones, agolpados en los mostradores, no inspira sosiego.

Resultó una ironía. El mismo día en que el presidente Macri clausuraba su primer encuentro con empresarios mundiales (un Mini-Davos), para pedirles que inviertan en Argentina, con el rumor de los últimos aplausos, los pilotos hacían huelga en protesta por los planes de liberación del espacio aéreo a las compañías low-cost. Otros gremios del sector anunciaron que se sumarán a esta modalidad de huelga por sorpresa, una fulminante irrupción de caos. Ignoro el efecto que tendrá esta inseguridad entre los hipotéticos inversores. Pero imagino que no puede ser bueno. De aquí a fin de año, la tensión subirá. Los despidos han aumentado el paro en más de medio millón de argentinos, y todo para contener la inflación. La carestía sin embargo no ha descendido. Así que el Gobierno Macri está en un impasse. Sólo se percibe lo malo. Y no se espera lo bueno.

Lo mejor de estos gajes de la aviación es el ambiente que se genera cuando todo se serena. Recuerda a La Diligencia. La gente más variopinta te comenta su caso, se hace amigo en un instante, mientras espera una llamada milagrosa. En esos momentos, las señales de humo son más efectivas que la línea telefónica colapsada, con la que nadie nunca consiguió hablar. Lo fundamental, no estar solo. Habría que hablar de la muta del vuelo cancelado. Es una formación social primitiva, desde luego; semejante a los que se abrazan en medio del naufragio, pero más relajada. Ya en el hotel, a media noche, los grupos se van formando. Las impresiones, negativas. Entre los argentinos, resignación, una suave amargura. Es lo que da el país, dicen con una irritación desganada. Yo me esfuerzo por sugerirles que pasa en todos sitios, pero ellos dan a entender que saben de qué hablan.

Sí, es la clase media argentina la que viaja y se queja. Van de vacaciones a Europa o a Estados Unidos, y ahora saben que perderán las noches de hotel, las conexiones, los días. Un pequeño desastre burgués, desde luego, como no comenzar un congreso. Una vez en puerto seguro, todo se mira con distancias, desde luego. Pero su mirada ya tiene integradas esas distancias por anticipado. Es como si nunca tuvieran una perspectiva firme. Eso les inmuniza frente a los accidentes como este. No exceso de perspectivas positivas. Quizá eso es lo que da a los argentinos esa flexibilidad característica, su inteligencia, su capacidad de adaptación, su nítida superioridad retórica. Estas clases medias echan de menos seriedad, rigor, puntualidad, respeto, en fin, todo lo que hace calculable y civilizada la vida. Pues en verdad, la política de la compañía consistió en un sálvase quien pueda, que atiende sólo a los desesperados. Mientras, los portavoces juegan a explorar el cansancio en la capacidad de reclamar, las rendiciones. Cuentan con ellas, con gente sin exceso de expectativas.

Eso es intolerable. Tomar en serio a la gente implica no burlar sus expectativas, mejorarlas, alentarlas a que tengan más, a exigir más y a responder más. Eso es hacer una sociedad mejor. Es como el taxista que me llevó a la oficina de Aerolíneas. Después de decirme que todos los políticos roban, escupe por la ventanilla. Esa normalidad de la corrupción, de la desgana, ese tono menor, que induce a sentirte bien porque todavía podía ser peor, pero que olvida todo horizonte de mejora, eso desmorona a los pueblos. Es la política de la compañía. Sálvese quien pueda. Cuando la clase media se constituye de este modo, bloquea la conciencia política, la capacidad de pedir soluciones en grupo, generales; entonces tira piedras sobre su tejado. Es como el taxista. Vi como su escupitajo ensuciaba su propio coche.

El último día estuve en la Universidad de la Matanza. Para los que no lo sepan, es una población de la provincia de Buenos Aires, en el límite con la capital. No es chica. Tiene dos millones de habitantes, distribuidos en los tres cinturones que marcan el nivel de vida de la conurbación metropolitana y que suelen coincidir con la cercanía y lejanía de la capital. Su Universidad es una vieja fábrica de Chrysler adaptada, como una inmensa nave continua con los centros, los departamentos, las aulas, los laboratorios y, en medio, una gran conjunto de canchas de baloncesto, de gimnasia, de fulbito, todo abierto a la población, igual que su biblioteca, que es de uso público general y no solo para el universitario. Tras 25 años desde su fundación, ya alcanza los cincuenta mil alumnos. La inmensa mayoría de ellos son universitarios de primera generación y acabar la carrera transformará su vida. Llegar a las 6 de la tarde y verla bullir de actividad de todo tipo fue un gozo. No se puede exagerar: la Universidad ha transformado poco a poco La Matanza.

Y sus profesores lo saben. La mayoría son jóvenes de la UBA llenos de talento y entienden su oficio con plena conciencia de su dignidad. La manera en que el equipo de gobierno entiende su tarea es ejemplar. Mi conferencia empezó a las 7 y acabamos a las 10.30 de la noche, con los alumnos haciendo preguntas. Todavía se quedaron debatiendo sobre la clase hasta las 11, porque pensaron que ya estaban abusando de mí. La conciencia política estaba a flor de piel y no olvidan ni por un momento que esa Universidad está en su localidad porque los peronistas la pusieron. Todo lo que sean en la vida se lo deberán a ellos. Esa gratitud es el fundamento de la fidelidad a ese espíritu, que desde luego no es un partido, sino más bien una forma de comunidad, de afecto, de amistad.

¿Existe la posibilidad de mover a las clases medias desorientadas de mi hotel en una politización que comprenda que sus intereses son convergentes con los jóvenes de La Matanza y sus familias desasistidas? ¿Existe la posibilidad de una representación política que atienda a la exigencia de rigor y limpieza de aquéllos, y a la necesidad de ayuda y de asistencia de éstos? ¿Cabe pensar en una representación política que esté en condiciones de explicar a las clases medias que sus impuestos, cuando se van para La Matanza, cierran una brecha social peligrosa, y gestionan una paulatina ampliación de su presencia social y de sus valores? ¿Podemos imaginar una representación política que sea capaz de darle a las dos, a esas clases medias y a esas clases populares, una esperanza convergente? Estas preguntas no son retóricas. De ellas depende que muchos de ese medio millón de parados de la política Macri, y muchos de esos cinturones más alejados de la capital, no se lancen desesperados en manos de quien acecha: el narcotráfico. Si eso sucede, el torbellino de escalada que padecerá Argentina poco a poco comenzará a parecerse al de México. Y entonces todos, sin excepción, sufrirán las consecuencias y padecerán la misma desesperación: las clases medias y l as clases populares. Pues bien, de eso, de esas evidencias y experiencias concretas, va nuestro congreso sobre las relaciones entre populismo y republicanismo. Pues el peligro no es el populismo asociado al espíritu republicano. El mayor enemigo es el populismo asociado al nacionalismo.