A veces no nos falta razón a los que pensamos que el mundo anda al revés y que las palabras que nombran sus cosas no son más que el eco de ese sinsentido. Si no, véase cómo los bienhablados llaman desfogar a manifestar con vehemencia una pasión, cuando el prefijo des- sugiere precisamente lo contrario: privarse del fuego que llevamos dentro. En cambio, los habladores silvestres, que deberíamos utilizar desfogar cuando nos referimos a aliviar la tensión y los nervios que nos atenazan, recurrimos a fogar, que es su contrario. Así, decimos que «el zagal foga dando blincos en la calle» o que «Antonia fogaba palabroteándose con sus vecinos», con lo cual están echando fuera el azogue o la irritación, respectivamente, que son como un fuego que les quema. Pero sí que somos precisos, aunque sólo sea por una vez, al llamar fugá a la aparición de un sarpullido o erupción que enrojece y llena de picor la piel, como si estuviera ardiendo. Y entonces decimos que nos ha salido una fugá de granos, por ejemplo. Y así es, fogar o desfogar, si así os parece.