Las fiestas de mi pueblo me hacen recordar viejas historias que me contaban mis padres. Una era hija de panadero; el otro, de mercero. Ambos recordaban como en los años 40, época de escasez y miseria, el Ayuntamiento endosaba un músico de los que acudían a actuar en el pueblo a cada comerciante de la localidad. Tenían la obligación de ofrecerle pensión completa: desayuno, comida, cena y cama durante los días que la banda de música tenía concierto o pasacalles. Imagino a mi abuelo materno, viudo y con siete hijos a los que calmar el hambre, atendiendo también al del trombón€; y, además, con un ojo siempre en alerta porque ya tenía más de una hija en edad de merecer.