Lo que el filósofo Schopenhauer dijo sobre el ser humano cabe decirlo también sobre los países y sobre los españoles en particular: «La historia nos muestra la humanidad tal como la vista desde una alta montaña nos muestra la naturaleza». El problema es que lo primero que esa montaña revela de los españoles es que nosotros no la subimos, o apenas, y casi nunca con provecho propio y común.

Cabe incluso preguntarse si no forma parte principal de nuestra idiosincrasia esa satisfecha ignorancia histórica por la que perpetuamos sin corrección nuestros peores rasgos y costumbres. Por ejemplo, resulta sencillamente inverosímil que entre los diputados que han presenciado y protagonizado los últimos acontecimientos parlamentarios, abunden los que tengan un cierto sentido histórico del país a cuyos ciudadanos representan. Y mucho me temo que si no sobran dentro es porque tampoco abundan fuera.

Parece como si nuestro desastroso siglo XIX plagado de guerras y enfrentamientos entre intolerancias sectarias e incapaces de articular un sistema democrático mínimamente estable, o como si los dos alborotados intentos republicanos y los incontables pronunciamientos militares, o como si la terrible guerra civil y la consiguiente división que marcó nuestra historia reciente, o la tardía y todavía breve aunque lograda convivencia democrática entre españoles, no hubieran ocurrido en realidad, o al menos no merecieran estar presentes en los cálculos tácticos de nuestros talentosos y visionarios estrategas políticos, tan brillantes como para olvidar el país en el que quieren satisfacer sus ambiciones.

Pero no es un mal exclusivo de los políticos y del que estemos a salvo los simples ciudadanos. Esa debilidad de la memoria común va tan de la mano de la escasez del hábito de leer como del poco aprecio que tienen entre nosotros el pensamiento y el debate ilustrado. Nuestras discusiones se alborotan apenas iniciadas, oponiendo visiones mutuas que resultan ofensivas casi por principio, sobrecalentando pasionalmente unos argumentos que demasiado pronto derivan en acusaciones, y que no guardan de la experiencia histórica común más que los agravios y las reyertas. Somos, en definitiva, una nación predominantemente inculta „sin cultivar„, y me temo que esa es una de las variables que hay que incluir en cualquier ecuación comprensiva sobre lo que hacemos y lo que nos pasa como pueblo.

No se trata solo ni principalmente de que desconozcamos nuestra historia y sus acontecimientos o protagonistas. De hecho, aunque no abundan, con cierta frecuencia se encuentra a redichos que repiten de memoria series de fechas y acontecimientos, o incluso que poseen una erudición histórica apreciable, pero que hacen manifiesta hasta qué punto esa no es la cuestión. El problema es que nuestra experiencia histórica como país no forma parte de la sustancia de lo que pensamos sobre nosotros mismos, ni orienta lo que hemos de hacer, ni nos advierte sobre las querencias habituales que deberíamos contrarrestar, ni nos señala una idea de modernidad que compartir y lograr con los demás. Es ahí donde radica nuestra falta de sentido político y no en el hecho de cuánto sabemos de historia o de cuánto la enseñamos a nuestros jóvenes, pues aunque le dedicáramos el triple de tiempo y recursos, no les ofreceríamos lo necesario para asimilarla vital y políticamente.

Es revelador, por ejemplo, que expresiones como «memoria histórica» se hayan convertido entre nosotros en sinónimo de memorial de agravios y discordias, como si en la historia de unos y de otros solo nos cupiera encontrar el pedigrí de víctimas, y la correspondiente sanción infamante de los otros. Nadie mira la historia como ciudadano de nuestro país, sin más, dejando a un lado aunque solo sea por un momento el lugar y la suerte que corrieron los suyos. Esa inexistencia del punto de vista común para mirarnos como país y comprender nuestro pasado, es la que impide que apenas nadie aspire a una visión histórica equilibrada y veraz pero indulgente, la única que, por cierto, nos permitiría estar a la altura de nuestro tiempo como españoles contemporáneos.

Por proseguir con el caso aludido, no se trata de entregar al olvido a los que sufrieron injustamente, sino de que políticamente hablando es tan necesaria y hasta más decisiva la reflexión sobre por qué entre nosotros nos hicimos eso unos a los otros, que la reivindicación particular de un agravio injusto y que, efectivamente, debe ser satisfecho. La conciencia histórica para ser políticamente provechosa requiere que la mayoría interioricemos como propias todas las bajezas cometidas, que tomemos sus causas como idiosincrasia común, y que nos predispongamos a no precipitarnos por las mismas correntías pasionales y políticas que llevaron hasta allí.

Ciertamente, esa elemental educación sentimental requiere un cierto conocimiento histórico, que sin embargo no basta. Hay que convertir nuestros desastres, pero también nuestros logros, en motivos para el cultivo interior de las opiniones y actitudes que configuran una ciudadanía cívica y políticamente educada, tan dispuesta a defender el propio punto de vista como a preservar el común como país. Esa es la clase de elaboración interior, de esfuerzo aplicado sobre uno mismo cuya falta nos convierte en desmemoriados patanes.

Todo lo anterior puede estar „y a mi juicio, está„ en la base de las actitudes y preferencias que nuestros políticos dicen representar y que trazan trincheras de vetos cruzados que hacen imposibles los pactos. Sin embargo, nada de lo anterior les disculpa porque ellos no ocupan sus cargos para representar a lo peor de los peores entre sus conciudadanos, sino para hacer posible unos acuerdos y una prosperidad general que no serían posibles sin esa respetuosa capacidad para el entendimiento que se les supone, pero que no practican.

Es más que probable que en otros países de nuestro entorno no estén mucho mejor. Pero entre nosotros las tradiciones y usos democráticos son tan exiguos que es necesario un ejercicio de sobre-responsabilidad para no arruinarlos. Es cierto que el sentido histórico que necesitamos nace más de la prudencia interior y de la voluntad de convivir que de la cultura histórica, pero ésta debería al menos de prevenirnos sobre nosotros mismos, y debería hacerlo sobre todo a los políticos.