Para comprar un botellín de agua en el aeropuerto de Edimburgo tuve que mantener una larga conversación silenciosa con una máquina. El kiosco estaba totalmente informatizado. Varios puntos de venta no funcionaban y ese fallo humano de mantenimiento, me quebró el humor, ya alterado por los controles humanos y electrónicos previos para dilucidar si soy un terrorista sin que lo sepamos ni las fuerzas de seguridad ni yo. (Los últimos atentados de Europa, a cuchillo, pistola o camión, permiten hablar de radicalizaciones exprés sin largos periodos de lavado de cerebro en madrasas ni mezquitas).

Con la imagen de las vacas que tienen informatizada la dieta, me puse a la cola de una de las máquinas que funcionaba. Le di a leer el botellín. A la tercera, me indicó el precio. Pagué con monedas. Una de ellas, me la devolvió tantas veces como se la di, menos una. La rabia -como es hidrofóbica- me estaba quitando la sed. En algún momento, no recuerdo si antes o después del pago, tuve que poner en el lector la tarjeta de embarque -¡para un botellín!- porque la Hacienda o el ministerio del Interior británicos necesitan identificar a los pasajeros sedientos. Es importante porque en los controles dejan pasar sed pero no pasar agua.

Revuelto por la idea de que un empleado me habría cobrado la botella sin un «jau mach» verbalicé injurias muy graves en castellano, amparado en el desconocimiento del idioma de un entorno monolingüe de inglés nivel B2, porque los británicos están muy preparados para la comunicación universal. Mis comentarios no iba en el sentido de valorar el tamaño de Alá ni de otros dioses de monoteístas pero de las imágenes de las cámaras de vigilancia se podría haber inferido, por mi ceño y brusquedades, que me estaba radicalizando.

Quiero decir que no me parecen bien las gasolineras sin personal que abren en España.