Pues oye, sí. Que allá donde fueras haz lo que vieras. Esa es mi política en general y en particular también. ¿En qué particular? En este caso en las aventuras que te regala montarte en un taxi en los parajes caribeños donde me desempeño. Dirán ustedes, otra vez el pesado este con sus historietas. No lo niego. Pero denme una oportunidad. Esta merece la pena. Ustedes posiblemente jamás la vivan. Así que permitan que otro se la cuente.

Coger un taxi, decía. Puede parecer algo sencillo. Lo llamas. Te subes. Le dices la dirección. Te lleva a ella. Le pagas. Te bajas. Todos contentos. ¿Verdad? Pues no. No, al menos, aquí. Aquí, en el Caribe, la cuestión implica otros particulares, alegres pormenores, podríamos llamarlos. ¿Cuáles? Por ejemplo, el pago. Aquí no hay taxímetros. ¿Entonces cómo se calcula el costo de la carrera? Sacando a Adam Smith de la biblioteca y debatiendo con el conductor sobre el maravilloso mundo de la oferta y la demanda. Antes de subirte. O al llegar a destino. O en el mientrastanto. ¿Cuánto de aquí a allí? Tanto. No, hombre, no, si siempre me cobran menos. Ya, pero hoy es domingo, ya pasaron las siete, juega la selección, es carnaval, las nuevas tarifas dicen que ha subido. ¿Qué nuevas tarifas? Estas. Y entonces te muestra un cartón con las susodichas escritas a boli. Marcas de perrito caliente en las esquinas. Miras al taxista. Él te mira a ti. Suena una armónica y vuela una planta rodadora. A ver quién aguanta más. En ocasiones llegáis a un acuerdo, en otras lo mandas a hacer puñetas y le dices todo para usted, que le aproveche.

Esa es una. Otra. El cambio. Ni se te ocurra darle al taxista un billete grande. Nunca tendrá cambio. Hombre, normal, me dirán. Le das al pobre tipo un billetazo de cien euros y quién tiene cambio. Ya, claro, cien euros. El problema es que el billete más grande de por aquí es, al cambio, de quince euros (han sacado uno de treinta, pero ese es como la paz, que todos hablan de ella pero nadie la ha visto aún). Tú dale a un taxista local el citado billete de quince euros y no sólo no tendrá cambio sino que reaccionará como si le entregaras un alien con antenas y muchas patas. Pero es que no pocas veces tampoco tiene cambio para el billete de 6.5 euros. En una ocasión no me pudieron dar cambio ni para el de 3 euros. Cuando sucede este evento se desata el caos. El taxista se baja y busca a alguien que le cambie. Puede ser un autobús al que se para en medio de la carretera (provocando con ello una súbita retención de tráfico con los consiguientes gritos de me cago en tu madre del respetable que se ve atascado en sus vehículos), puede ser un vendedor callejero de arepas que saca el cambio (billetes de sesenta o treinta céntimos de euro arrugaditos como ancianos en la tina) de un hasta entonces insospechado bolsillo interior, puede ser la vendedora de minutos, la de los periódicos, o el de los aguacates. Nunca falta alguien que le dé cambio a nuestro amigo el taxista.

Porque, en general, los taxistas por estos lares son muy majos. Recuerdo a aquel que me preguntó mi edad y se sorprendió al saber que aún no tenía hijos cuando él, con dos años menos, había ya procreado cuatro churumbeles. Esos son muchos, le dije yo. No se crea, me respondió él, mi padre tuvo dieciocho. ¡Pero qué me dice! Añadí con estupor. Sí, pero no tiene mérito, concluyó el taxista, porque fue con nueve mujeres distintas. Historia real.

Después está el taxista cristiano. O sea, evangélico. Es muy respetable ser cristiano. Tal vez lo de llevar a todo trapo música cristiano-caribeña (¿merengue? ¿salsa? Soy incapaz de distinguir) del tipo de Jesús te ama, Jesús te adora, dale más ritmo a tu cuerpo, morena, ya sea algo más discutible. Cubrir el taxi con pegatinas que te informan que Dios me protege, Yahvé me acompaña, me resulta, sin embargo, muy apropiado. Teniendo en cuenta cómo conduce la mayoría, dicho acompañamiento divino es del todo acertado. Sea dicho de paso, siempre daré gracias a ese taxista cristiano que me llevó en mi primer viaje por estas tierras. Yo acababa de llegar en mitad de la noche con mis dos maletitas y nadie me recibió en el aeropuerto. Le dije una dirección y me llevó y cobró correctamente. Podía haberme cobrado de más, pues acababa de aterrizar en el país y no tenía ni idea de las tarifas. Podía haberme robado, secuestrado, de todo. Y, sin embargo, se portó como un hombre de bien. Desde entonces, cuando me subo en un taxi alicatado hasta el techo de estampitas, iconos religiosos y hasta ejemplares de Atalaya y Despertad, me siento más tranquilo. Serán raros. Pero son buena gente.

En el fondo, todo son diferencias culturales. Lo que aquí es normal, allí extraño. Y viceversa. Recientemente, me contaba un conocido local que estuvo en Madrid que, al pagar al taxista empezó a decir de todo. Como en las historietas de Mortadelo y Filemón, que en el bocadillo de texto aparecen rayos y centellas. Igualito. Se acordó de Dios, la Virgen, los santos y de un señor de Murcia. No se lo decía a mi conocido, lo decía en general. No tenía cambio para el billete de cien euros con el que se le pagó. Del susto, el pobre caribeño casi sale corriendo del taxi. Por aquí no están acostumbrados a lo mal hablados que somos, en general, los españoles. Ni se comunican a gritos de modo habitual. Y un taxista madrileño castizo y enfadado sabe porfiar con mucho encanto, no me lo negarán.

Cada país tiene lo suyo. Donde estoy: el alegre caos tropical. De donde vengo: Goya a garrotazos. Y que cada cual elija.