En la última encuesta realizada en Reino Unido sobre creencias religiosas, por primera vez las personas que se declaran sin religión superan claramente a aquellas que se autoadscriben a alguna de las diferentes confesiones. Personalmente me identifico con la posición del no creyente, pero sin embargo no estoy muy seguro de que esta noticia y esta tendencia, común en Occidente, sea en sí algo realmente positivo para la sociedad en su conjunto. Y es que, sin llegar al cinismo de Voltaire, que dijo aquello tan ingenioso de que «la religión es necesaria para asegurarnos de que los sirvientes no nos roben la cubertería de plata», la religión cumple en las sociedades civilizadas un papel cohesionador de suma importancia, que no ha encontrado un sustituto de igual potencia en el laicismo patriótico, tipo francés.

La religión nació del temor a las fuerzas incontrolables de la naturaleza, y supuso una forma elemental de entender un mundo que de otra forma hubiera sido completamente incomprensible. Después de esta primera etapa ´naturalista´ algunas religiones, las más elaboradas, aportaron otro elemento fundamental de comprensión de la vida, en este caso del terrible acontecimiento de la muerte de nuestros seres queridos. Y de la forma más expedita: negando que la muerte fuera el final de la vida, y afirmando que era el inicio de una vida mejor. Después vino la conveniencia de que esta vida futura, que inicialmente era un puro automatismo sin ninguna relevancia moral, se convirtiera en la fuente del premio o del castigo para las conductas individuales, introduciendo por fin esa característica práctica de gran utilidad funcional para los poderes fácticos que les ha permitido durante milenios imponer una ortodoxia a los vivos bajo amenaza de enviarlos a un sufrimiento eterno en la otra vida. Además, si algo ha servido y aún sirve de excusa para cometer las mayores atrocidades de las que el ser humano ha sido capaz en su historia, ha sido la religión. Véase si no la colección de barbaridades que se cometen cada día en nuestro mundo al grito de «Alá es grande».

Y si nos adentramos en el pasado, podremos sobrecogernos con historias como la del Mont Michel en Francia, cuando los ejércitos bajo el impulso papal pasaron a cuchillo y quemaron a todos los habitantes de esa población, culpables de esconder y proteger a unos cuantos herejes albigenses, al grito de «Dios sabrá reconocer a los suyos». La pregunta es: ¿En nombré de qué convicciones profundas vamos a poder enviar ahora a nuestros soldados a defender nuestro patrimonio nacional? En fin, menos mal que nos queda la tecnología, una forma efectiva y menos indolora de combatir a esos desgraciados que luchan en nombre de sus convicciones religiosas. Adiós a Alá. Bienvenidos los drones.