Creo que necesito unas vacaciones. Estas fantasías son cada vez más recurrentes y, obviamente, nunca las trasladaría a un plano real, pero se van convirtiendo en golosinas por momentos más tentadoras.

No en todos los casos sueño con matarlos, no. No a todos les deseo una muerte lenta y dolorosa, tampoco es eso. De ninguna manera, podría decirse que los estoy abocando al fracaso de forma plenamente consciente. No se podría afirmar, por otro lado, que me haya enamorado de todas las chicas que pisan la consulta, ni que haya prolongado en todos los casos voluntariamente las sesiones de terapia.

Debería valorarse en su justa medida las veces que me he tragado un «a ti lo que te hace falta es un pico y una pala». O un «a ti quién coño te va a querer si los alejas a todos con tu actitud de mierda». «Falta de palos es lo que tienes» ni «si sólo has sufrido por desamor, no tienes ni puta idea de lo que es sufrir».

A estas cosas, la verdad sea dicha, nadie les da valor.

Todo esto no deja de ser cierto, pero si hay una razón de peso para que cierre por un tiempo la consulta, ésta tiene los ojos verdes y es sólo una acompañante. La primera vez que la vi llegó a la consulta con su madre, doña Eloísa y con un ejemplar de Eloísa está debajo de un almendro.

Curioso, al menos y casual, pues es Elvira quien recibe a pacientes y acompañantes, quien concierta las citas, cobra y demás, pero el azar quiso que ese día estuviese enferma y yo abriese esa puerta y otras que estaban cerradas hacía mucho tiempo.

Cada martes regresaba a la consulta con un nuevo libro bajo el brazo y su madre en el otro y yo, con una nueva excusa para salir al recibidor a la hora prevista y ver sus ojos y el nuevo título.

La conjura de los necios fue el segundo, podría enumerar cada obra en su orden exacto. Algunas yo no las había leído y esperaba ansioso a terminar la jornada laboral y acudir presto a la librería más cercana. Las que ya había leído las volvía a releer por el mero placer de posar la mirada por donde ella lo habría hecho, por conocerla un poco más.

Comencé a adecentar la consulta y el recibidor y a cuidar más mi aspecto cuando ´tocaba´ doña Eloísa. La paciente debía estar contenta con el tratamiento o al menos, engancharse, yo no podía perder a su hija. Les expuse la conveniencia de hablar con los miembros más cercanos a doña Eloísa. Estaba excitadísimo ante la idea de pasar una hora con ella.

Con Ella. Pasaba las semanas anhelando una sola hora.

Y así, empezaron a sobrarme los demás pacientes. Fue así como comencé a odiarlos a todos.

Y ocurrió, lo que suele suceder cuando anhelas algo con todas tus fuerzas, que pasa cualquier cosa menos lo que tanto esperas.

Y así fue que se vino a morir la única paciente que no debía.

Y, para mi desgracia, su hija era una persona feliz y equilibrada, que no me necesitaría ni siquiera para superar el maldito período de duelo.

Así que cuando la buena de Elvira me avisó consternada...

- Don Álvaro, ha ocurrido una desgracia, doña Eloísa ha muerto.

... No pude evitar mi respuesta:

- ¡Por mí como si la entierran debajo de un almendro!