Es difícil imaginar un lugar más sucio, más descuidado, que esta región». A esta conclusión llegó, no hace tanto, tras sus numerosos viajes por el mundo, una profesora de la Universidad de Murcia, directora, además, de un centro de estudios en el extranjero. Son palabras contundentes, inapelables, que nos rompen el alma a quienes amamos esta tierra pero que podría corroborar cualquiera que, sin ser un Marco Polo, haya viajado un poco.

Es verdad que nuestras calles están, en general, sucias. Se salvan, eso sí, las zonas céntricas de nuestras ciudades, en las que los servicios de limpieza se suelen esmerar (a nadie se le escapa que no llegan por igual a todos los rincones de los municipios). Y ello, pese a que, como dice mi vecino Pedro, nunca ha habido tantas personas trabajando en los servicios de limpieza, nunca estos servicios han dispuesto de tanta maquinaria, ni nunca se han hecho tantas campañas de concienciación ciudadana como en los últimos tiempos.

¿De quién es la culpa, entonces? Por supuesto, de la administración regional, que no lo considera tema prioritario; de los ayuntamientos, que no se implican todo lo que deberían; de las empresas que se disputan y gestionan los principales contratos de servicios de recogida de basuras y limpieza viaria, muchas de ellas salpicadas de sospechas de conductas irregulares; y cómo no, de todos nosotros, principalmente de aquellos ciudadanos que toman la calle como su basurero particular.

El desprecio por el espacio público es algo que viene de lejos. Algunos sociólogos lo explican remitiéndose a épocas pasadas en que lo público no existía porque se lo había apropiado el noble, el cacique, la Orden Cana o quienquiera que detuviera el poder. Sólo quedaba la esfera de lo privado como espacio personal. De ahí que en muchos casos las casas estén tan limpias y las calles tan sucias. En realidad, hay gente que todavía no considera estos espacios como propios.

Y no sólo las calles están sucias. A veces, un paseo por las afueras de los pueblos puede resultar desalentador. La proliferación de vertederos ilegales es llamativa. Por no hablar de los extrarradios o de algunas entradas y accesos a nuestras ciudades, que en muchos casos presentan un aspecto claramente tercermundista.

Botellas, latas, colillas, envoltorios de plástico de toda clase, escombros, catálogos publicitarios pueblan nuestro paisaje urbano e interurbano con una naturalidad apabullante. Como si éste fuera el orden natural de las cosas. Poco nos cuesta subir al monte acarreando mochilas llenas de botellas y latas de cerveza; en cambio, bajarnos esos mismos envases vacíos, una vez terminada la excursión, de lugares donde no hay ni puede haber contenedores, es para muchos una tarea tan abrumadora como innecesaria.

Y como entre unos y otros nuestra región sigue sin barrer, queremos aplaudir desde aquí el nacimiento del colectivo 'Voluntarios para adecentar Cieza', cuyo objetivo es, como informaba el domingo este periódico, por una parte, limpiar las zonas abandonadas del municipio, y por otra «llamar la atención de los vecinos para que se hagan responsables de mantener limpia su ciudad y al Ayuntamiento y las concejalías correspondientes para que sean diligentes en su función de mantenimiento y servicios públicos». Una iniciativa a la que deberíamos sumarnos todos los ciezanos.

Y a todo esto -eso dicen las encuestas- somos los europeos que más nos duchamos y más nos cambiamos de ropa, incluida la interior. Así somos nosotros, como he dicho en muchas ocasiones, paradójicos e indómitos, respetuosos de lo privado y desdeñosos de lo público.

Más limpios que nadie... pero sólo de puertas para dentro.