No hay que dejar de sorprenderse de las cosas tan positivas que han pasado en el mundo en los últimos veinticinco años aproximadamente, desde la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del nefasto imperio soviético, con su influencia sobre multitud de países del tercer mundo sumidos por su imposición o imitación en economías improductivas, y no olvidemos la feliz conversión de China al modelo capitalista, en su versión más salvaje por otra parte, con los enormes beneficios positivos que eso ha traído. Y todo ello en un contexto de incremento exponencial del comercio internacional gracias a la globalización propiciada por la caída generalizada de las barreras arancelarias De todos estos movimientos tectónicos ha salido una consecuencia impensable y esperanzadora: más de mil quinientos millones de personas en todo el mundo han salido de la pobreza extrema para incorporarse a un nivel de vida que va más allá de la mera supervivencia diaria. ¿Cuál es elemento común de estos cientos millones de personas salvados por el fin del socialismo real y la implantación con todas sus consecuencias de mercados libres y competitivos? Que viven en Asia.¿Recuerdas cuando los días del Domund organizado por la iglesia católica a través de colegios y parroquias los niños salían a la calle con la hucha del negrito y otra del chinito? Pues ya no hay más hucha del chinito. Los chinitos se convirtieron sin apenas darnos cuenta y sin ayuda en los tigres asiáticos, con economías altamente productivas que empezaron vendiéndonos juguetes de plástico y ahora conceptualizan, diseñan, fabrican y nos venden los móviles más sofisticados, la electrónica más avanzada y los coches más valorados por los consumidores occidentales con presupuestos ajustados.

Y además de estar en Asia, estos países emergidos, más que emergentes, tienen otra cosa en común: nadie les ha subvencionado con ayudas al desarrollo, solo les hemos permitido que nos vendan los productos que fabrican, aprovechándonos como consumidores de sus bajos precios para ahorrar en nuestras compras y disfrutar con lo ahorrado de otros productos y servicios más sofisticados. ¿Y qué pasa con África? Pues que afortunadamente empieza a ser un continente más independiente de la caridad pública y privada y, si les dejamos y no coartamos a sus incipientes emprendedores enviándoles gratis los mismos productos que ellos podrían fabricar y vendernos a nosotros, conseguiremos incorporar al mundo desarrollado a estos mil millones de seres humanos que hemos fastidiado con el colonialismo, machacado con el modelo económico socialista que muchos de estos países abrazaron cuando se liberaron del yugo colonial, y arruinado a base de darles subsidios y limosnas en lugar de comprar sus mercancías a los precios de risa que ellos están en condiciones de cobrarnos. Bienvenida por fin África al desarrollo capitalista.