Acudo de acompañante a unas oposiciones que tienen lugar en Ciudad Real. El primer test, el del madrugón, se saca con nota. La convocatoria es para las nueve, pero a las 7,30 el coche queda aparcado a cien metros del objetivo. Hay quienes se nos han adelantado. Se distingue a esforzados quitándose las legañas y dando un último repaso al temario sobre el volante mientras sus progenitores dormitan derrengados en los restantes asientos. Pese a la avalancha por desembarcar, los bares de alrededor permanecen con las persianas echadas como diciendo crisis, qué crisis.

Es lo atractivo de este país: que en no pocos casos resulta incomprensible. Alcanzamos un hotel donde tienen la gentileza de dejarnos pasar al self-service que, tomado por clientes cargados de apuntes, apenas da más de sí. Una vez reconfortados enfilamos el camino de la verdad. Los accesos de entrada al centro en cuestión son una romería. Pocas matinales de sábado se habrá visto Ciudad Real en una de éstas. Me percato en vivo y en directo de que el invento de las oposiciones es un mundo. Al tratarse de 106 huecos para Educación Infantil, el 97 por ciento de aspirantes son féminas.

Suenan clarines y los adláteres configuramos la espera por los alrededores. Se trata de gentes llegadas de Extremadura, Comunidad Valenciana, Murcia... entre las que los comentarios se centran en los catalanes -aunque el resto de territorios bilingües no se libran-, aspirantes también. Si tocara algún tema en torno a la igualdad en la Constitución sería para jartarse de reir, esgrime uno de Jaén. Claro, las plazas que salen en los diferentes boletines se convierten en una obsesión y, ahora que nacionalistas e independentistas van de allá para acá sin hacerle ascos a sacar cuartos del manejo de la nave común, nadie entiende por qué jóvenes del Berguedá tienen las mismas posibilidades de coger cacho en La Mancha que el resto de paisanos y que, a la recíproca, éstos lo lleven claro si no cuentan con el nivel ce que s´anomena. Por mucho que digan que lo hablan en la intimidad.