l camarero ofrece una urta como el que ofrece cartas para una mano de póker. Yo hubiera preferido que ofertara lenguado como el que invita a un vals. No se puede tener todo. Pero lo que sobre todo no se puede es no tener jibia. Se han ocupado poco los poetas estivales de la jibia, más dados a glorificar el espeto y los atardeceres o a comentar como trepa el sol por entre los cerros al alba. El caso es que el chiringuito presenta un correcto nivel de afluencia, siendo éste aquel que permite la clara audición de lo que afirma nuestra compañera de mesa. Y sin que se roce el silencio, que aunque permitiría oír las olas daría un aire como de otoño y melancolía que no resulta apto para un domingo de julio. El chiringuito tiene nombre de embarcación. No se llama La Barca. Tampoco La Jábega. Entendemos que El Trasatlántico tampoco. Además, no es nombre para un chiringuito. Si acaso es nombre para un trasatlántico o para un bocadillo gigante. Tal vez para una zapatilla de deporte del número 53.

La visión desde la mesa es casi perfecta. Se ve el mar, se divisan los bañistas pero hay también un ángulo para contemplar el paseo marítimo. Es decir, uno puede observar a los viandantes e incluso jugar mental y brevemente a adivinar su procedencia. Si son islandeses o de Córdoba, de Madrid o de Escocia. En una mesa cercana llegan ecos de una conversación sobre el nacionalismo. Hay que ser muy nacionalista para tener unos boquerones delante y discutir sobre tales cuestiones, siendo los boquerones incitadores puros de una felicidad que da como para conversar sobre asuntos leves o absolutamente trascendentales, como el aceite de oliva en el que están fritos, el amor, la verdad o la vida. El camarero continúa atendiendo las mesas y uno no entiende cómo en pleno verano no hay camareros en lugar de camarero. Emplea una eficacia correcta, un andar rápido que no cae en lo que es la pura carrera, que sería de mal tono y podría propiciar accidentes tales como el derrame de una salsa o la inopinada llegada al suelo de una ensalada de pimientos, lo cual siempre proporciona una impresión desagradable y puede inclusive ser causa de blasfemia no punible. Se ve la cocina, que forma una isla en mitad del comedor. Dentro de ella labora una señora con gorro un chico con delantal y un señor calvo. La deducción fácil es que son un matrimonio y su hijo. La pregunta subsiguiente es clara: ¿qué parentesco les une al camarero? O tal vez el camarero es es número estadístico que figura en el apartado de: creación de empleo veraniego en la hostelería. Pero para ser un número se expresa con corrección y una cortesía que pudiera ir menguando en progresión inversamente proporcional al crecimiento de la fatiga de tanto ir y venir. Otra caña, grita alguien rasgando el aire y castigando el tímpano de una joven austrohúngara que penetra bikinada en el establecimiento mirando la isla y poniendo un mohín de desagrado. El camarero le señala una mesa. Tiene cara de ir a pedir jibia.