La primera vez que me bañé en el Mar Menor ni siquiera había nacido. Y es que cuando mi familia compró el piso que aún tenemos en La Manga, estaba yo en el vientre de mi madre, lo que hizo que luego fuera conocido como el bebé que, en lugar de pan, trajo una casa en la playa bajo su brazo. Solo ver la agonizante laguna me llena la mente de recuerdos. Me acuerdo de mi abuelo, que no se bañaba por pánico a ahogarse y ahogarnos a todos en el intento por salvarlo. Me acuerdo de la mirada de despedida que le dedicó al mar mi abuela, una apasionada de lo que ella llamaba «los baños», el último verano que estuvo con nosotros. Recuerdo la fe de tantas personas castigadas por la salud a las que he visto entrar en el Mar Menor con la esperanza de que sus aguas obrarían el milagro, como si fueran el bálsamo de Fierabrás. Siento nostalgia hasta de aquellas medusas que nos tirábamos a la cabeza jugando de críos. Por eso me duele en el alma ver la situación actual. No tengo conocimientos técnicos para determinar quiénes son los causantes de este desastre y qué hay que hacer para remediarlo. Me limito, como ciudadano, a pedir que se haga algo. Y lo pido por favor.