El ensordecedor ruido sobre el referéndum del Brexit logró esconder la existencia de otra consulta plebiscitaria unos días antes, en Suiza. Un grupo de ciudadanos del país alpino inició, en 2013, el procedimiento para someter a votación, bajo el sistema de democracia directa, la concesión de una renta básica incondicional de 2.500 francos suizos mensuales unos 2.250 euros para todos los adultos, y de 625 francos para los menores de 18 años. El referéndum se celebró el 5 de junio último y los suizos, de forma abrumadora 77% frente a 23% rechazaron la propuesta. Implantar la medida en los términos descritos tenía un coste equivalente al 35% del PIB.

Los promotores se dan por satisfechos, tanto por el porcentaje de votos favorables alcanzado, superior al que tenían previsto, como por haber conseguido que se haya debatido sobre el futuro del trabajo en un ambiente de progresiva digitalización. A pesar de un resultado tan abrumador, no deberíamos pensar que el debate está resuelto; antes al contrario: el Gobierno finlandés ha declarado oficialmente que quiere experimentar con una renta básica incondicional a partir de 2017.

El debate sobre la oportunidad de implantar una renta básica incondicional tiene incontables detractores y defensores, pero no existe un solo precedente práctico, si bien hay experiencias no comparables en Alaska, India o Brasil, y en algunas ciudades y regiones.

La idea de una renta básica ha aparecido, a lo largo de la historia, de forma recurrente, desde que la planteara, en el siglo XVIII, el estadounidense, de origen británico, Thomas Paine. Éste defendía que el hombre no creó la tierra y que el Creador no abrió un registro de terrenos de donde saliesen los primeros títulos de propiedad; por ello propuso entregar, a todo individuo, una suma compensatoria por «haber sido desposeído de su herencia natural, creando así una pobreza y miseria que antes no existía».

Muy resumidamente, podemos decir que la renta básica incondicional (RBI) sería un pago del Estado, en concepto de derecho de ciudadanía, que se define por cuatro criterios: ha de ser incondicional esto es, a cambio de nada y libre de obligaciones universal, individual y suficiente para garantizar una existencia digna.

Con la renta básica incondicional, se pretende alcanzar una combinación de dos objetivos: por una parte, aliviar la pobreza, por otra rechazar que el trabajo sea 'el' propósito de la vida. El primer objetivo es de carácter político y tiene un sentido práctico; el segundo es de naturaleza filosófica.

El principal argumento que tradicionalmente se usa a favor de una renta básica incondicional, con el objetivo de aliviar la pobreza, es que es imposible asegurar la disposición de suficientes trabajos remunerados que garanticen una vida digna para todos, a lo que, más recientemente, se ha añadido el potencial emancipatorio que tendría para las mujeres.

El enfoque filosófico es claramente diferente. Su idea fuerza se encuentra tanto en la Biblia (el trabajo es un castigo que solamente se ejerce con la finalidad de ganarse la vida: Adán y Eva fueron expulsados del paraíso por desobedecer a Dios quien les castigó a «ganarse el pan con el sudor de su frente») como entre destacados economistas, ya que el progreso técnico incrementa la productividad y aumenta la renta per cápita, por lo que será posible que la gente trabaje menos (tanto John Stuart Mill como John Maynard Keynes abogaron por un horizonte con mayor tiempo libre, reorientando la vida desde lo meramente práctico el trabajoa lo bello la cultura y la renta básica incondicional es un camino para navegar en esa dirección.

No obstante, resulta evidente que las positivas expectativas de Stuart Mill y Keynes se han visto defraudadas, dado que en los últimos treinta años, la parte del león de las ganancias derivadas del aumento de la productividad se la han llevado los muy ricos.

La mayoría de los defensores de la RBI están prácticamente todo el tiempo respondiendo, exclusivamente a los argumentos en contra de la derecha política, entiendo que porque piensan que no puede haber razonamientos válidos, desde la izquierda, para oponerse a sus ideas.

No obstante, recientemente, Philippe van Parijs, uno de los más destacados activistas a favor, ha escrito Basic income and social democracy, recalca que, a pesar de que la RBI está de moda, la izquierda socialdemócrata no está al frente de la reivindicación. Explica que, probablemente, su falta de apoyo radica en que han sido ellos, junto con los sindicatos de clase, quienes más han hecho a favor del Estado del Bienestar y temen que la RBI vaya en perjuicio del mismo, cuando en realidad, según van Parijs, sus propuestas no vienen a sustituirlo, sino a complementarlo.

Lo que no explica con claridad es cómo se financiaría. Por supuesto que no hay más alternativa que hacerlo con impuestos, pero la pregunta clave es, si hoy está en peligro el sostenimiento del propio Estado del Bienestar, ¿qué porcentaje de PIB podemos gastar para implantar una RBI, manteniendo, al mismo tiempo, la igualdad de oportunidades y la protección social?

Por ello, el argumento más común entre quienes se oponen a la RBI, es que el coste sería inasumible. Quienes la defienden señalan que eso dependerá de los parámetros que se establezcan, esto es: cuál es el importe de la renta básica, qué beneficios se suprimirían por ser sustituidos, será solamente para los ciudadanos del país o podrán ser elegibles todos los residentes, etc. Añaden que un esquema de renta básica incondicional podría diseñarse para que pudiera crecer conforme lo hiciera la productividad del capital, lo que aseguraría que los beneficios de la automatización van a la mayoría y no solamente a unos pocos.

Desde la izquierda socialdemócrata se asume que hay que luchar contra la pobreza hasta erradicarla y que, para ello, es necesario garantizar un ingreso básico, que permita una vida digna, pero solo para los pobres, ya que no se encuentran argumentos que justifiquen pagar también a los ricos, apoyándose, simplemente, en el argumento de la simplicidad.

Los sindicatos, mayoritariamente, han venido oponiéndose a la medida. Entre otras razones, argumentan que si la renta básica es relativamente baja, ello obligará a acudir, en todo caso, al mercado laboral, lo que la convertiría en un subsidio salarial simple, que abriría la puerta a la extensión de los mini empleos, lo que, en su opinión, no es una solución progresista, mientras que si es alta, no sería económicamente viable.

Los socialdemócratas evidencian que, en los últimos años, las relaciones de poder entre capital y trabajo han cambiando, deteriorándose la participación de los salarios en la renta nacional. Pero eso no significa que la única, ni la mejor opción, para solucionar el problema sea establecer una RBI. Antes al contrario, la solución es luchar contra el debilitamiento de los derechos de los trabajadores.

No creo que haya que optar entre el blanco o el negro en este debate que perdura, pero tengamos cuidado, porque un Gobierno finlandés, de derechas, con un presidente multimillonario, va a poner en práctica una RBI de 800 euros mensuales para todos los habitantes. Ahora bien, con ello espera proporcionar más incentivos al trabajo, lo que estaría bien, pero al tiempo que reduce el inmenso gasto que soporta el Estado del Bienestar. La propuesta finlandesa, que conoceremos bien hacia final de año, por lo que hoy conocemos, en último término, se parece más al impuesto negativo por el que abogaba Milton Fiedman en los años 60 del XX, que a una auténtica RBI: transferir dinero a los ciudadanos para que ellos elijan qué servicios básicos quieren cubrirse y quién ha de prestarlos, simplificando burocracia y disminuyendo el tamaño del Estado. Estemos atentos.