Veinticinco años alimentando un modelo de mujer absolutamente dependiente e incapaz de encauzar su vida por caminos más amables sin la ayuda de un hombre supuestamente ideal (rico, guapo, educado y absolutamente entregado). Es parte fundamental del legado que nos deja Garry Marshall, quien estuvo a punto de dirigir, como saben por este periódico, otra Pretty Woman más descarnada y tristemente más real.

Destripemos un poco a la moderna Cenicienta, será divertido. Vivian Ward no es una prostituta cualquiera. Lleva años comiendo rabos y prohibiendo los besos en la boca a sus clientes y, sin embargo, se muestra tan dulce e inocentona como una manzana sin estrenar. Edward Lewis es un multimillonario sin piedad en los negocios, a quien no le importa destrozarles la vida a los propietarios de empresas que se desmoronan y, sin embargo, a la hora de meterse en la cama con una prostituta es más considerado que un urólogo inglés. La coherencia brilla por su ausencia.

La muchacha, con andares vulgares y boca torrencial, se transforma cuando se coloca un vestido de 5.000 dólares y un deslumbrante collar de diamantes, cual heroína de Mujeres ricas. El dinero prometido también ayuda a ver con otros ojos al contratante. Demuestra una gran personalidad, sin duda. A pesar de todo, ella es más creíble que aquél que le da la réplica: contundente en su despacho, temido por sus adversarios€ y transformado de tigre asesino a gatito de compañía en tres días y cuatro noches.

Veinticinco años alimentando este tipo de milagros edulcorados y aún alcanza cifras espectaculares en cada una de las cinco o seis emisiones anuales. ¿Por qué? Si supuestamente hemos evolucionado hacia un modelo de fémina bastante más independiente (por momentos un tanto sobrenatural, la verdad€ más que cambiar parece que nos hemos limitado a echarnos más carga a nuestras espaldas).

Está claro que las mujeres para quienes la felicidad se basa en la más absoluta abstinencia decisoria nunca se extinguirán. Lo que me inquieta es que se conviertan en pantalones de campana, esto es, en una moda que siempre vuelve a nuestros armarios de forma cíclica. Veinte años no sólo no son nada, sino que para ciertas cosas parece que no han servido para mucho.