Esto soy yo el otro día viniendo de hacer la compra. Todo muy normal. Un par de bolsas. Verduras y frutas en ellas. Calor. Intento no ir muy rápido para no sudar, pero tampoco muy lento para no sufrir el bochorno más tiempo del necesario. Paso por delante de un parquecito cercano a mi casa. Veo a lo lejos unos niños corriendo. Y, de pronto, empiezo a escuchar rezos musulmanes. La sorpresa se apodera de mí. ¿Son rezos de verdad? Sí, lo son. Según me acerco, veo arrodillados en un pequeño claro del parquecito, sobre la hierba, como a dos docenas de hombres junto con uno que les dirige y que parece ser el oficiante. Entiendo un par de frases. Efectivamente, son musulmanes y están rezando. Me llama la atención. Donde vivo (recuerden, el Caribe) hay bastante libanés y sirio, pero la mayoría son cristianos. Había oído que también había un cierto número de musulmanes, pero nunca los había visto. Y menos en un acto religioso en el parque de al lado de mi casa.

Me acerco para curiosear un poco. El aparcamiento que hay junto al parque está lleno. Y no de coches baratos, precisamente. Camino entre ellos y llego a la entrada del parque. Y, entonces, de súbito, sin previo aviso, se produce el hecho que da título a esta columna y que aún ahora me tiene desconcertado: me cruzo, casi simultáneamente, con una mujer cubierta por un burka que sale del parque y con dos muchachas en tirantes y pantaloncitos cortos que corren en la pista que lo rodea. La mujer va acompañada de un niño, lleva una bolsa en la mano derecha y cubre por completo su cuerpo con un burka entre negro y azul oscuro. Apenas acierto a verle los ojos y mi estupefacción al darme casi de bruces con ella la obliga a ser ella la que me evite porque yo, por un momento, no sé hacia qué lado apartarme para dejarla pasar. Cuando aún me recupero de la súbita aparición medieval, y mientras entro en el parque un poco desorientado, dos muchachas apenas tapadas por unas exiguas telas deportivas, entre risas y comentarios de la una a la otra, casi me tiran al pasar a mi lado corriendo sudorosas. Las veo alejarse y es como si en apenas unos segundos hubiera viajado de una parte del mundo a otra, del pasado de la humanidad a su presente más rabioso.

Camino unos pasos dentro del parque y compruebo que hay una fiesta. Resulta que hoy es el final del Ramadán, es más o menos la hora de la puesta de sol y un grupo de familias musulmanas han elegido este parquecito para celebrarlo. Los hombres rezan en una parte mientras las mujeres y los niños ocupan la otra. Ellas hablando entre sí, preparando lo que parece será una cena al aire libre. Los pequeños saltando y gritando divertidos en las atracciones del parque. Todo muy familiar. Y, a su alrededor, los vecinos de la zona corriendo, haciendo ejercicio y pasando entre ellos con cierta curiosidad pero, en el fondo, bastante indiferencia.

Yo, que tiendo a asombrarme de todo y que, como decía Ortega, voy por el mundo con los ojos siempre abiertos, miro a mi derecha y veo en una esquina del parque la parroquia católica del barrio. Miro a mi izquierda y me topo con un restaurante al aire libre muy popular en la ciudad por pertenecer a un humorista local. Un sitio en el que no te sirven alcohol porque su dueño es evangélico y, según dicen, los cristianos no beben alcohol. Vuelvo a mirar al frente y varias señoras con la cabeza cubierta, no con burkas, con pañuelos de distinto tipo y color, preparan primorosamente una mesa con refrescos y cositas de picar.

Y, sinceramente, no sé qué pensar. No sé si llenarme la boca de elogios a la convivencia tan surrealista, pero supongo que hermosa, a la que asisto y en la que musulmanes, católicos, evangélicos y dos bellezas en pantalón corto a la carrera cruzan sus existencias sin mayor problema. O sentir, cual Hamlet y haciendo cierto lo que dice mi madre acerca de que siempre me complico mucho la vida, que algo huele a podrido en esta Dinamarca caribeña y ecléctica.

¿Qué? Bueno, me gustaría saber lo que piensa el marido de la del burka sobre las dos muchachas corredoras. Por ejemplo. O, ya puestos, lo que piensan todos sus amigos, los que rezan ellos solos sin sus mujeres. Me gustaría preguntar lo que piensa una persona que se cubre por completo en un lugar en el que las mujeres suelen ir bastante más ligeritas de ropa y donde se acaba de cruzar con dos que apenas llevan en todo su cuerpo lo que ella en una pierna.

En el fondo, la sospecha que me corroe es qué pasaría si aquellos a los que vi rezando fueran no una minoría exótica, sino una mayoría. ¿Seguiría habiendo la tolerancia que observé en el parquecito? ¿La buena convivencia? ¿El que cada cual haga lo que le dé la gana? Y la respuesta que me doy es que, ojalá me equivoque, pero creo que no. Si el marido de la mujer del burka fuera mayoría no creo que tolerara a las muchachas en pantaloncito corto. Alguien que considera normal que su esposa se convierta en un fantasma, no creo que considere normales las mismas cosas que yo, la verdad.

He ahí la gran duda. Ser tolerantes, ser abiertos, ser receptivos y defender una sociedad construida sobre la ley y los derechos individuales, no sobre la identidad cultural, racial, religiosa o histórica. ¿Pero hasta el punto de aceptar en nombre de la tolerancia que a una mujer se la haga desaparecer debajo de unas telas? ¿Hasta el punto de permitir violaciones manifiestas y públicas de derechos individuales como la igualdad o la dignidad? ¿Es posible ser tolerante con el intolerante?