Charlene Wittstock se comprometió a permanecer cinco años casada y tener un hijo varón cuando se casó con Alberto. Cumplidas satisfactoriamente las dos cláusulas, ya puede poner fin al contrato y dejará de ser conocida como la princesa triste de Mónaco.

Un Estado de juguete, una pseudomonarquía ocupada por una dinastía que no es más que un nido de parásitos, pobladores de las revistas del corazón que han encontrado allí el modo de financiar sus lujos y sus debilidades.

Ella sabrá lo que ha tenido que ver, tragar y fingir durante ese tiempo y esa extraña relación; seguramente no le faltaban motivos para la amargura. Se casó llorando y se divorciará riendo. Los hijos serán educados por la tribu.