Pese a mi forofismo madridista, nunca he sido un devoto de Cristiano Ronaldo, que se acaba de proclamar campeón de Europa con Portugal. Ni de él ni de ningún otro jugador, entrenador o presidente, pues en esto del fútbol es el escudo lo que siempre permanece. No me resulta agradable ver su torso musculoso cada vez que triunfa, así como tampoco me gusta su narcisismo («ojalá alguien me ame como Cristiano Ronaldo ama a Cristiano Ronaldo», leí hace poco por ahí) ni las faltas de respeto que muestra a veces con compañeros, rivales, aficionados o periodistas. De modales no va sobrado el muchacho, hay que admitirlo. En los medios españoles nunca ha habido término medio con él: se le ensalza de manera empalagosa (¡¡ay mi madre, ´el Bicho´!!) o se le menosprecia y demoniza, hasta el punto de que hubo informadores que celebraron su inoportuna lesión en la final del domingo. Si es contra CR7, algunos ven bien la xenofobia (¡¡ese portugués, hijo p... es!!) e incluso la homofobia. Puede que el condenado Leo Messi sea mejor jugador y acabe su carrera con más títulos y más balones de oro que el chulo de Madeira. Pero este ya es profeta en su tierra. Y eso no tiene precio.