Se ha publicado que el beso de Mariano Rajoy a su esposa Elvira en la noche del triunfo moral y del discurso incongruente, fue una idea de marketing de su asesor Pedro Arriola. Los periódicos siempre robando la ilusión. Parecía una euforia capaz de sacar al flemático Rajoy de sí, de lo que está en su tradición pública de político español y de su cultura emocional norteña pero resulta que no. Jamás haría un comentario sobre una discreta demostración de afecto de Mariano a Viri, ni caería en la crítica oscular que se ha hecho en torno a la calidad, calidez, intensidad, duración y técnica en diferentes medios pero no era un beso sin más y sin menos sino un gesto pensado para influir en la opinión pública y, como tal, merece ser desarmado.

Empiécese por decir que un impulso con aviso es menos impulso. «Voy a dar un beso a mi mujer» parece un brindis taurino, un va por usted. Pero, bueno, acaso la razón refulgió un instante en medio del instinto para evitar un accidente cuatrilabial o una imagen inadecuada. No es probable, pero quede ahí. Saber que el asesor de Rajoy se comportó como el Humphrey Bogart que se le aparecía a Woody Allen en Sueños de un seductor y le espetaba la frase «¡bésala, idiota!» no deja en buen lugar al presidente del Gobierno en funciones y en ciernes.

Además, Arriola no es Humphrey Bogart de la misma manera que Celia Villalobos no es Lauren Bacall.

Así se explica que, pese a su aparente ímpetu, el beso pareciera lo que pareció, una imagen de político liberal venezolano, florida cultura política de masas made in Miami, gesticulación populista de ritmo latino plenamente coherente con la pachanga de Ricky Martin que se había marcado, días antes, la DJ Soraya Sáenz de Santamaría, pensábamos que llevada por su marcha cuarentañera, sospechamos ahora que asesorada por Arriola.