Qué pasa por la cabeza de un padre cuando utiliza a sus hijos como juguetes para darle un banquete a su apetito sexual. Cada vez que leo una noticia de abusos sexuales sobre menores me cuesta mucho no llorar. Cómo es posible que vuelvan a mirar a la cara a sus hijos como si nada hubiera pasado, para hacer aún más profundo y aterrador el infierno una vez llegada la noche.

Qué pasa por la cabeza de un niño que está sufriendo una experiencia tan traumática cuando el juez decide no creerle y archivar su caso. Doy por hecho que el menor, antes de llegar a la sala de los juzgados que corresponda, ya ha pasado por la dura experiencia de sentirse solo ante la incredulidad de familiares y allegados. Esto sucede todos los días, probablemente muy cerca de nuestro domicilio.

Ayer volvía a leerlo, lamentablemente. Esta vez era una niña de nueve años. La Justicia no creyó que su padre le sobaba sus partes íntimas todo lo que quería y más cuando le tocaba pasar con él los días fijados por el convenio de divorcio. La pequeña, toda una heroína a la que habría que compensar por lo sola y desamparada que quedó durante dos años por parte de las instituciones que debieron socorrerla, decidió no rendirse y grabar una confesión a su padre. ¿Podría ser más aterrador? Sí. En la conversación participaban también los abuelos paternos de la pequeña, que justificaban los tocamientos en los genitales de la niña por parte de su padre: hay que mantener esa parte del cuerpo siempre muy limpia y papá lo único que hace es ayudarte a lavarte la entrepierna. Qué egoísta y cobarde hay que ser para no querer ver.

La maquinaria de la Justicia está movida por hombres y mujeres muy válidos, en su gran mayoría. Personas que no son infalibles, seguro que muy a su pesar. Y probablemente la falta de medios, de personal mejor cualificado y normas muy mejorables dificulten aún más que logren alcanzar la meta de hacer realidad el derecho de amparo. Es la única forma de entender que a un cura confeso que violó a una niña aprovechándose de la confianza y admiración que la misma le profesaba, se le reduzca la pena a la mitad únicamente por contestar un simple sí a la pregunta «¿Está usted arrepentido?». ¿De verdad se espera que el hombre diga lo contrario sabiendo lo que el monosílabo le va a reportar?

No quiero caer en el tópico de los jueces insensibles y los peritos incompetentes, pero difícil me lo ponen cuando me encuentro con semejantes atropellos.