Todos los seres humanos de este planeta nacen con los mismos derechos. Así al menos me lo parece a mí, que nunca he creído en pueblos elegidos, ni en razas superiores ni en territorios históricos cuyos ciudadanos merezcan ni más ni menos que cualquiera de nosotros. No soy persona de rendir pleitesía a grandes superhombres que se creen destinados a salvar la humanidad, por lo que no me iría muy bien en una dictadura. No me ocurriría lo que cuentan que le pasó a un alcalde de la Región en la postguerra en cuyo pueblo hizo parada la comitiva en la que viajaba Franco con destino a otro lugar. Fue una escala breve, sencilla, pero el Caudillo tuvo a bien bajar la ventanilla del coche y sacar el brazo para éxtasis de sus fieles. En ese momento el edil, lleno de gozo, acudió presto al saludo de su ídolo, sin esperarse el mamporro que le iba a soltar un miembro de su seguridad personal, al que le dio igual la camisa falangista del regidor y el fervor que tenía por el dictador. La trompada se le grabó en la jeta hasta la llegada de la democracia. Como hemos vuelto ahora a los tiempos de los líderes infalibles, aconsejo no dejarse llevar por el entusiasmo, que luego la realidad hace mucha pupa.