Las artes figurativas empezaron a fenecer con la fotografía, cuando la representación de la imagen era mucho más perfecta obtenida por medios reprográficos. Pero hoy, sin pretender ser Gibbon, tendríamos hablar de Diocleciano, de Teodosio y de la caída del Imperio Romano, ya que Europa debería estar de luto por la defección de los británicos. No porque ellos lo merezcan, pues ya han cobrado tantas veces el cheque británico que realmente no se van de vacío. Es el continente el obligado a replantearse que no puede haber unión política si sus ciudadanos le dan la espalda por unos cuantos ineptos que se arrogan la representación de quinientos millones sesenta menos sin Reino Unido para favorecer intereses espurios de las grandes empresas y de las grandes fortunas.

Para compensar este trato a las masas, traigo a colación el arte como metáfora de la política. Porque nunca se ha de perder la capacidad de disfrutar de aquello que nos otorgaron los dioses y que nos inspiran las musas, como no puede extraviarse el ars amandi, seamos o no instruidos por Ovidio. Oscar Wilde decía que el arte debe ser inútil, porque lo contrario recibe otros nombres, ya sea industria, ya sea artesanía o ingeniería. El genio irlandés primaba la busca del placer estético. Pero esa significación no puede ser absoluta, pues la obra artística es el reflejo de nuestro tiempo y como tal crea, no sólo espacios habitables, sino utopías reconocibles y también realidades que nos invitan a construir nuevos mundos para nuevos tiempos.

Las recientes elecciones no son la continuidad de un sufragio periódicamente repetido, incluso cuando es predecible que los nuevos comicios no ahuyenten los fantasmas de los pasados. Ni siquiera en el debate ni en las incógnitas. La política también es un reflejo de los tiempos. Pero la muerte de las ideologías no tiene por qué significar la defección de la esperanza. Pandora no puede ser un mito, sino una enseñanza. Precisamente porque la caja que contenía el regalo de los dioses sólo sirvió para esconder la esperanza, tal vez sea llegado el momento de abrirla de nuevo y dejar que se extienda por el mundo.

El análisis electoral tiene que superar las Variaciones Enigma, como metáfora que nos legara Samuel Elgar, el compositor británico, más europeo que sus paisanos. Los actuales han decidido que no son parte de ese proyecto común que iniciaran unos cuantos iluminados, alguno de ellos con nombre de compositor como Robert Schuman, francés y alemán y otra vez francés a un tiempo. Como su homófono, hilvanó un sueño romántico de unión, con una compostura en clave económica. La intención evidente era la superación de los conflictos que dieron nombre a las dos terribles guerras mundiales, pero no puede terminar en esta ratonil Unión Europea, como un parto de los montes en el absurdo mapa europeo de polis enemistadas al más puro ejemplo helenístico. No fue el espíritu de Alejandro Magno el que inspiró su proyecto, sino otro semejante a su coetáneo Mahatma Gandhi, con un estilo europeo de pacifismo: si vemos más allá del armamentismo, precisamente en el mercado de las materias primas y lo unificamos, acabaremos con la carrera bélica, pletórica de espías tan reales como novelados.

Por ello, las pasadas elecciones no pueden ser unas Variaciones Goldberg, como un nuevo ejercicio matemático musical de un clarividente Johann Sebastian Bach empeñado en combatir el insomnio de su mecenas con ejercicios musicales basados en la repetición de un patrón armónico con alteraciones del ritmo, del tiempo o de la melodía. No vaticino a los actuales candidatos el genio del aquel alemán, tan lejos de la directora de orquesta de esta Europa coja y más caduca que el Imperio dividido por Teodosio. Glen Gould o Daniel Barenboim, descendiente éste de europeos estigmatizados, deben servir de ejemplo de superación y trascendencia. Los nuestros repetirán sus cuitas minimalistas como Michael Nyman, con una cadencia ya escuchada que sólo convence a sus oyentes enfebrecidos como quien repite la salmodia de un sacerdote pagano, sin consciencia de su significado, palabra monocorde, manida de tan reiterada.

En la decadencia de lo figurativo, una caterva de pintores franceses revolucionaron el arte pictórico con un cambio conceptual. Prescindieron del dibujo, olvidaron los contornos y optaron por la ruptura de la pincelada clásica. Cierto que algunos genios, como nuestro sevillano Velázquez, ya habían iniciado el mismo camino siglos antes. Construyeron con el andamiaje del color y la pincelada un nuevo engaño para sus contemporáneos. Donde el ojo sólo ve puntos y rayas, como el alfabeto morse, jugaron con el cromatismo y las neuronas del cerebro para que éste viera más allá de nuestros ojos y compusiera un cuadro de luces que cobran forma en el gran proyector cerebral. Fueron llamados impresionistas para lujo de los siglos venideros.

Si has seguido mi discurso, paciente lector, advertirás que cada vez que iba a hablar de las elecciones, la metáfora ha ejercido de ilusionista y ha distraído tu atención en la partenaire suspendida en el aire. La música y la pintura son más atractivos que un cuadro de caducos diputados electos. Pretendo convertir a aquellos iluminados en ejemplo de nuestros días y conminar a nuestros vacuos imagos a que ejerzan, no de villanos, sino de nuevos ciudadanos que construyen la urbe moderna como los atenienses erigieron el Partenón en honor de su patrona Atenea, doncella guerrera como metáfora de la dialéctica, de la que nace la inteligencia y la historia. Su virtud inmaculada no está sólo en su nación de la misma cabeza de Zeus, sino en haber tomado la forma humana de aquel Pericles, habilidoso y elocuente arconte. Sólo nos falta la preclaridad que tuviera su trasunto homérico, aquel Ulises de los mil ardides, que ingeniara la trampa del caballo troyano y conquistara la ciudad amurallada por el colérico Poseidón. Como nos enseñan los impresionistas, aprendamos a ver más allá de la pincelada puntillista, la mancha de color es una obra luminosa.