Con Andrés vivíamos mejor. No sólo porque éramos más jóvenes, que también, sino porque sentíamos la libertad como ese más preciado bien de los hombres que nos enseñó nuestro señor Don Quijote. Una libertad llena de esperanza y de alegría. Sin odio, precisamente porque lo que queríamos era superar aquel odio que había llevado a nuestros padres a conocer el mayor de los horrores, la Guerra Civil, la guerra que dividió familias y pueblos. Sólo algunos nostálgicos, de un lado, y algunos resentidos, del otro, sostenían aún el enfrentamiento y la trinchera. Y lo intentaron en aquel 23F que fue el final definitivo de la Dictadura y la confirmación de que la libertad termina por vencer siempre. Y eso deberían tenerlo en cuenta los que, recurrentemente, vuelven a presentarse ante nosotros con proyectos totalitarios disfrazados de ´amol´, intentando retrotraernos al odio y las mazmorras, físicas, intelectuales o sociales.

Además estaba esperándonos Europa, la civilizada, la democrática, la que iba a apartarnos para siempre de nuestros fantasmas, aunque era un sitio muy aburrido. Pero eso daba igual, porque la fiesta ya la poníamos nosotros, mientras construíamos un país nuevo al grito de «vivir, vivir», como en aquellos versos de Eliodoro Puche, el poeta lorquino recuperado entonces. Y así, el periodo de Gobierno de Andrés Hernández Ros, como presidente preautonómico (tras Antonio Pérez Crespo), y luego como primer presidente autonómico, entre 1979 y 1984, es, creo, el más brillante, divertido, libertario, imaginativo e intenso que haya vivido esta pequeña región, hoy en mayúscula, seguramente porque ya somos, y que se jodan los supremacistas y los medidores de cráneos, una ´nacionalidad´ histórica.

Los socialistas, estos de ahora, tienen muy fácil averiguar por qué les va cada vez peor y cómo recobrar sus antiguos bríos. Miren a aquel PSOE de Andrés: se rodeó de los mejores, no tuvo miedo a tener a su lado a gente más preparada, abrió su Gobierno, a través de aquel político renacentista que fue José Manuel Garrido, a todo el estallido de creatividad que bullía en una Murcia renacida, a la que habíamos acudido todos los zagales de las ciudades-estado de esta región imposible para nutrir aquellos años irrepetibles. «Los años borrachos», como los llamó mi amigo el poeta José María Corbalán.

Yo llegué hasta a ser el ´fundador´ de sus servicios secretos. Cuando me fui a esas Barcelonas, publiqué en el mejor periódico cultural que ha habido en estas tierras, El Rotativo, que hacían a dos manos Ángel Montiel y Paco Salinas, una columna titulada W-Bufes, nombre en clave del espía que H. R. había ´enviado´ a Cataluña para enterarse de qué era eso de la autonomía y cómo había que montarla, y que había introducido a un travesti en la Generalitat para obtener información secreta. Unos años después retomé el personaje en Tribuna Regional y hubo hasta quien se lo creyó. Hoy habría pedido mi ahorcamiento algún colectivo de algo por escribir esas cosas.

Lo cierto es que aquel PSOE de Andrés, disparatado, como él (mucho más hecho para agitar que para presidir instituciones, y muy poco preparado para sobrevivir a la traición), que proponía arroces con conejo en Berlín para acabar con la guerra fría y trenes bala para ir a Molina de Segura, era un partido que se confundía con la gente, ante el que se podía proponer todo sin necesidad de llevar en la boca un carnet de corrección política. Con él se fue aquella libertad irrepetible. No habrá otra Murcia semejante. Ni otra España.