Cuando estas líneas se publiquen, se habrán celebrado las elecciones y el país se dispondrá a articular las posibilidades de gobierno factibles a partir de la correlación de fuerzas surgida entre los distintos partidos.

Pero a lo largo del extenso debate que ha tenido lugar en este período de seis meses desde las elecciones de diciembre, se ha constatado, a mi entender, la anomalía en la que está instalado nuestro sistema político, que lo condiciona desde el punto de vista democrático.

Tal es así que el 75% de las principales fuerzas políticas (3) que han concurrido a las elecciones han arremetido contra el 25% restante (1) a cuenta de la supuesta inviabilidad de las propuestas de esta última, tachadas en el mejor de los casos de irresponsables y conducentes a la salida del euro y no sé cuantos males más. En efecto, PP, PSOE y Ciudadanos, al margen de las controversias que se han manifestado entre ellos, han exhibido un discurso político con un común denominador, que no ha sido otro que el de poner en la picota la oferta programática de Unidos Podemos, presentada como extremista e irrealizable.

La gran paradoja de todo este asunto es que la coalición de Pablo Iglesias y Alberto Garzón no iba más allá de propugnar el establecimiento en este país de unos parámetros similares a los que rigen en aquellos países de Europa gobernados precisamente por los homólogos de aquellos tres partidos, una vez corregidas las proporcionalidades respectivas. Resumiendo, Unidos Podemos pretendía de algún modo normalizar la democracia española, mientras que el resto abogaba, en la práctica, por mantener su situación de excepcionalidad, resultado del predominio absoluto de las fuerzas más conservadoras en el proceso de transición a la democracia.

Así, se reprochaba a Unidos Podemos el incremento de 60.000 millones de euros de gasto público al final de la legislatura que se inicia, a razón de un aumento de 15.000 millones al año. Jordi Sevilla, del PSOE, afirmó que esto conducía directamente a la salida del euro y, en todo caso (haciendo coro con PP y Ciudadanos), a la quiebra del país. Bien, en la eurozona la presión fiscal media sobre el PIB es del 41,5%, mientras que en España (datos de 2014) es del 34,4%.

Considerando nuestro PIB de ese año, y teniendo en cuenta esa diferencia de recaudación, a las cuentas públicas españolas les faltan más de 75.000 millones de euros para disponer de la recaudación media de la eurozona. Proponer que en cuatro años se consiga llegar al menos a 60.000, lo que nos sigue dejando por debajo de esa media, no parece algo demasiado extremista. Ocurre que ese incremento recaudatorio tiene que venir, por fuerza, de las rentas más altas, que tributan muy por debajo de cómo lo hacen en Europa.

El compromiso del PP, PSOE y Ciudadanos con los sectores conservadores más poderosos explica esta primera anomalía española, que hace mucho daño al país, puesto que con esos recursos se puede abordar otro modelo productivo de mayor valor añadido y la mejora de los servicios públicos, generándose cientos de miles de puestos de trabajo, hasta equiparar nuestro nivel de desempleo al de la eurozona.

La segunda anomalía hace referencia al nivel salarial español. Nuestra renta per cápita en términos de poder adquisitivo es un 86% de la media de la eurozona, es decir, un 14% por debajo. Pero nuestros salarios son un 39% inferiores, lo cual se explica porque las rentas del capital se quedan con un trozo de la tarta nacional más grande que en Europa. La causa: las reformas laborales que han hecho tanto PSOE como PP, que han devaluado hasta el límite las rentas del trabajo. Por consiguiente, cualquier propuesta progresista ha de abogar por la supresión de esas reformas y una elevación del salario mínimo que al menos alcance ese 86% del que rige en la eurozona, llegando hasta los 1000 euros

Qué triste esta España en la que quien propone su normalización es tachado de anormal.