No, si no es porque sea mujer, hombre, animal o cosa. A mí estas cosas de la paridad mal entendida me suelen oler a gato encerrado porque en muchas ocasiones estas palabritas conducen a todo menos a la verdadera equidad. En mi casa me enseñaron que los triunfos y honores hay que ganárselos y no te tocan simplemente porque alguien haya decidido que, en este caso, perteneces al „mal llamado„ sexo débil. Y es verdad que hay mucho espacio para hombres mediocres en este mundo y ni un milímetro para las mujeres que también lo son. Pero no. No se compensan con una mísera cuota en la Administración los años de lucha en los que muchas de nosotras nos hemos estado partiendo el espinazo para que al final triunfen otros que no nacieron mujer. Hace falta más que una dádiva para romper el techo de cristal. Hace falta una constante y férrea voluntad. Como la de Hillary Clinton.

Y tampoco es que Hillary sea demasiado simpática, ni carismática, ni inspiracional. Ella siempre lo ha sabido en el fondo: que no es una Jackie Kennedy, ni una Eleanor Roosevelt. Ni siquiera tuvieron sus luchas por los derechos de la infancia y por los planes de salud pública como Primera Dama, allá en los noventa, tanta repercusión como las cosas de Michelle Obama, hoy ovacionada por doquier en su entrega a la causa que defiende a favor de la educación de las mujeres en el mundo. Que no. La lucha de Ms Clinton (una mujer sobre la cual no dejan de haberse escrito más de cincuenta enjundiosos tratados y biografías) siempre ha sido sin cuartel y sin demasiada aclamación popular, ni mundial, pese a sus constantes muestras de inagotable esfuerzo, trabajo y de brillantez.

Consciente de que estoy empleando un dicho machista, creo sinceramente que Hillary Rodnam Clinton debe vestirse por los pies, pues siempre, siempre, ha tenido más ambición y más arrestos que la mayoría de aquellos que la han rodeado. Sin embargo, sensible a que no era el momento de revolucionar el mundo todavía, se dejó la piel desde los 70 para que se le otorgara el lugar estelar de presidente de los Estados Unidos al guapito de Bill, a aquel chico que empezó en el partido cuando echaba los dientes en la política y cuando Hillary, para esos años, ya había ayudado a destapar el escándalo Watergate. Aunque fuese mucho más inteligente, se supiese muchísimo mejor los pulsos y las consignas del partido que su marido y estuviese intelectualmente mucho más preparada que él. Aunque nunca habría sido pillada abierta de piernas en el despacho oval, y mucho menos soltando una mentira ante el Gran Jurado, que es una cosa que los americanos no pueden soportar. Mentir es un delito que en los Estados Unidos, se llama eufémicamente misrepresentation, pero que está catalogado como lo peor que uno puede hacer cuando lo pillan y no se puede echar atrás. No hay, como por estos lares, tolerancia a la falsedad y al cinismo en el escenario político norteamericano. Si te caes con todo el equipo, tienes que pagar. Por eso, siempre he estado convencida de que al apuesto Bill, tan parecido en sus cositas a los Kennedy, tan mono, tan encantador de serpientes y tan mujeriego, el pueblo le habría perdonado „como a esa saga de aciagos pero hermosos gobernantes de origen irlandés„ cualquier devaneo escabroso, menos mentir. Además, a tirios y troyanos en Europa nos encantaba Bill Clinton. Tenía unas maneras envidiables en sus tejemanejes internacionales, y si no hubiese sucumbido a la estupidez y a la cobardía, habría pasado por ser el mejor presidente de los Estados Unidos de estos últimos tiempos, descontando „por supuesto„ a ese fenómeno que dirige el país hoy.

Lo de Bill constituyó un antes y un después para la protagonista de esta columna, que, a partir de ese momento, decidió tomar las riendas de su carrera política de una vez. Y no es porque él, o su miembro viril, cayesen entre los labios de la becaria de carnosas fauces y mayores ambiciones; no hay lugar en Washington para los corazones rotos ni las tragedias griegas. Es porque Hillary había entretejido, durante años y años, sus hilos para que ambos alcanzaran la gloria en un sacrificado esfuerzo de team working y el necio de Bill reventó esos sueños de sopetón.

Hillary Rodnam Clinton se ha pasado, pues, los primeros 68 años de su vida defendiendo los derechos civiles, haciendo gobierno a través de un marido promiscuo y mentiroso que siempre le debió la victoria, partiéndose la espalda por todo el país contra otros candidatos demócratas mucho más mediocres que ella. A Hillary ya la venció en su carrera a la presidencia, allá por el 2008, el carismático Barack Obama, que, reconociendo su valía, no pudo por menos que nombrarla secretaria de Estado de su mandato Allí tomó decisiones arriesgadas; algunas más acertadas que otras, como el asunto de Libia o Afganistán. Pero su premisa siempre ha sido la del intelligent power, y Hillary, en su descargo, siempre se olió la tostada del asunto de Irak, porque no deja ser der de las mentes más preclaras de ese país.

Una vida entera le ha costado a Hillary llegar hasta aquí; hasta tener que batirse el cobre contra un multimillonario advenedizo en la política, un patán que podría llevar al mundo a la Tercera Guerra Mundial. En fin. Ahora, los EE UU de América tienen que demostrar que están preparados para algo aparentemente mucho más difícil que elegir en las urnas a un presidente negro de origen musulmán. Deben demostrar que, antes de votar a un asno, prefieren que los gobierne una mujer.