Dicen que dejaron de utilizarse los adoquines para pavimentar las calles cuando la burguesía revolucionaria descubrió que servían de proyectiles contra los sicarios del Ancien Régime. Por aquel entonces eran mínima y legítima defensa contra la infantería ligera de bayonetas caladas; contra la carga de caballería, sable en mano en plaza abierta, o contra la artillería, que deshacía barricadas cual castillo de naipes. Pero puede ser un bulo como otro cualquiera, porque en el París del siglo XXI todavía hay calles adoquinadas, para desgracia de los esforzados ciclistas en el vigésimo primer día del Tour. Sus temblores no son de la emoción de hollar las calles por las que anduvo Cosette de la mano de Jean Valjean.

Será, tal vez, que hemos perdido las viejas costumbres, que ya no tenemos el ímpetu de nuestros tatarabuelos. Será que nos tienen sojuzgados y tan convencidos con la nomenclatura. Ya no somos súbditos, sino ciudadanos. Pero, ¿cómo protestan los nuevos ciudadanos contra los abusos que se cometen en esta sedicente democracia? Porque, créeme querido lector, que tiene menos de poder del pueblo de lo que piensas en este momento. ¡Si el primer ministro es poco menos que un monarca! El parlamento tiene más de oligarca consejo de acólitos que de representante del pueblo, no digo ya el senado, que es una cámara de decrépitos elefantes. ¿Dónde está realmente ese gobierno del pueblo que llamamos democracia? ¿En unas elecciones que se repiten cada cuatro años?

En Paris, patria del adoquín proyectado, dejó de utilizarse por los belicosos revolucionarios cuando el siglo XX inventó el cóctel molotov. Ganaron en espectacularidad con los efectos especiales que reclamaban los mass media. Francia nunca ha dejado de ser la cuna de la democracia callejera y cuando sus indignados salen a la calle, el país entero se convulsiona.

Y es que los tiempos adelantan que es una barbaridad. Transcurre el decimosexto año del milenio sin haber puesto todavía nombre a los vetustos modos del pasado siglo. A estas alturas del XX, ya llamaban decimonónicos a los del anterior. Sin embargo, aún veo a gente muy moderna escuchar orgullosa la música de hace cincuenta años. Mick Jagger es poco menos que una momia, no digo ya The Beatles, que tienen a la mitad de sus miembros en el panteón de Mausolo. Tal vez sea que como lexema, el veinte da poco juego para formar un adjetivo que exprese la vacuidad de los valores que nos llevaron a un holocausto y dos guerras mundiales.

Pero sigamos con los ejemplos: la flema británica, a diferencia del temperamento francés, no necesita alborotar tanto para cambiar de régimen. Hubo un tiempo en que Cromwell cortaba la cabeza de Carlos I, pero hoy, más elegantes, basta con convocar un referéndum para decidir si se van o si se quedan en la Unión Europea, donde nunca han terminado de estar. No me preocupaba que los ingleses amenazaran con marcharse, pues siempre se están yendo y siempre han vuelto al continente, ya sea de la mano de Wellington o de Churchill. Porque Europa sin Gran Bretaña sería un auténtico terror. Lo que lamento es esta UE que no ha hecho acto de contrición, ni menos propósito de la enmienda, por la desafección de sus ciudadanos hacia este proyecto mercantilista que construyen las potencias continentales. La mayor tragedia para analistas y estadistas era el quebranto económico y más aún el bursátil que hubiera supuesto la salida del Reino Unido. ¡Triste Europa que sólo mira los índices macroeconómicos! Yo reto a los cínicos sacerdotes del neoliberalismo, a que observen dentro de las casas y en las calles, a que se pregunten si los ciudadanos que viven en ellas están protegidos contra los oligopolios que se adueñan de la produccion, los servicios y hasta el gobierno, y depauperizan a la clase media que la elevó al primer mundo. ¡Tiemblen los dioses nórdicos si el anillo del nibelungo, forjado con el oro del Rin, se queda en manos de la walkiria que habita cerca del Elba! Yo hace tiempo que me aterro al ver esta Europa construida desde arriba, como una espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas.

Y en España, triste historia como la triste figura de nuestro caballero andante. Una vez felicité la Navidad a uno de mis profesores diciéndole: «¡Hasta el año que viene!». «Tiene usted espíritu de repetidor», me espetó con una sonrisa malévola que me quitó las ganas de hacer otra gracia con quien profesaba el arte de la argumentación. Y mira por dónde, nuestros políticos tienen alma y cuerpo de repetidores. Y lo exhiben presentándose de nuevo a la convocatoria de junio sin hacer los deberes. Después del examen que de diciembre, ¿cuántas convocatorias agotarán en la asignatura de la gobernanza?

Unos pocos años de república y cuarenta de dictadura aplacaron cualquier espíritu de protesta callejera. Habrá quien diga que el 15M era un ejemplo de civismo. Pero otros pensarán que no era más que una mefítica acampada. Con grave yerro sobre los valores de nuestra sociedad, algún encausado alcalde todavía se regodea de sus hazañas: si es que cometí algún delito, ya está prescrito. Bajo su bastón de mando municipal se adoquinaron algunas calles, tal vez como una muestra de desprecio hacia su propio electorado. ¡Si ya no sabría qué hacer con un mampuesto en la mano! Mas una papeleta de voto también puede ser un arma arrojadiza, salvo que nos empeñemos en atragantarnos con eslóganes como el niño con las raspas del pescado. Anda, toma un poco de agua que te pase. ¡Agua para todos!

Este domingo, cuando nos veamos en la mano la papeleta blanca y la sepia y la urna enfrente, pensemos en la sonrisa cínica y beatífica de nuestros candidatos. Y calculemos el peso: no es un adoquín, ni podemos amenazar nosotros con salirnos de la UE. Pero es el momento de que nuestra democracia recupere de verdad su nombre y su sentido: ¡vayamos a votar!