Desde la perspectiva del narrador, la novela tradicional es deudora de las grandes obras del romanticismo. El autor, siempre omnisciente, que cuenta la historia sabiendo del pasado y del presente, es capaz de adentrarse como un auténtico dios en cualquier momento, lugar o conciencia. Configura la novela como un fruto de su creación y relega al lector a mero espectador pasivo, no interactúa. El paradigma es el Víctor Hugo de Los Miserables. El autor de principios del XVII daba más juego al espectador. Cervantes entra y sale de la novela, es un transcriptor de Cide Hamete Benengeli, que deja hablar al protagonista, que ya ha leído la primera parte; pero también introduce al lector en la trama, le guiña el ojo continuamente con claves que quien lee conoce sobradamente y que no requieren más explicación.

Si tenemos en cuenta que la democracia tal como la conocemos en Europa es hija del romanticismo, padre éste de los nacionalismos y otras formas de exaltación del folklore popular más rancio, podemos empezar a tener una idea exacta del papel que los líderes políticos de los partidos tradicionales nos dejan a los electores. El candidato se arroga el único protagonismo de las elecciones, salvo para introducir la papeleta en la urna. ¡Ay, si pudiera! Nos dice que sólo podemos votarle a él por su experiencia y que conoce la receta mágica para sacarnos de la crisis, aunque tiempo ha tenido para llevarla a un programa de cocina, que es lo único que ha avanzado en nueve años de crisis, brotes verdes y España va bien. ¡Miento! La metástasis del cáncer de la corrupción y el saqueo de erario público también han experimentado un avance sin parangón.

Pero volvamos a lo que estábamos: llegado el siglo XX, se produce una nueva revolución en la técnica narrativa: se hace subjetiva, como en el Ulises de Joyce; tanto incluso que no sabemos quién está hablando en cada parte de la historia y de ahí las dificultades que hacen de éste un libro de compleja lectura. También el lector se implica en el proceso narrativo, de la mera contemplación a la participación activa. Si hablamos de novela policiaca, los experimentos con la autoría del crimen nos llevan a convertir a quien compra un libro en cómplice y, algunas veces, en colaborador necesario del asesinato. Sin entrar en el crimen del género novelesco, que no vayan a pensar, podemos traer a colación la Rayuela de Cortázar o Si una noche de invierno un viajero de Calvino.

Si la narrativa más actual no desdeña el papel del lector, los modernos partidos no deberían relegar al elector. Parece que las formaciones de nuevo cuño han intentado implicar al ciudadano, recuperando la idea del homo novus del último siglo de la República romana, hombres no vinculados a las familias políticas tradicionales. De igual forma pasó en la Transición, cuando el mundo civil se implicó en el proceso democratizador. ¡Ay! Ese tiempo pasó pronto. La política se profesionalizó y se corrompió en gran medida por las prebendas de un Estado embrionario. Pero llevemos la comparación al terreno del cine, que es más explícito.

Al contrario que en El hombre que mató a Liberty Valance, dejamos que los bandidos se metieran en política. Llegaron, comprobaron que nadie era capaz de disparar más rápido y se quedaron. Algunos incluso eran más guapos que Lee Marvin. Olvidaron al héroe John Wayne que actúa no por convicción, sino por probar su valía. Pero olvidaron sobre todo al idealista defensor de la ley, encarnado por James Stewart. Hay que reconocer a UPyD que pretendiera recuperar el ideal ciudadano antes de que el protagonismo lo cobrara su carismática lideresa. En Ciudadanos optaron inicialmente por captar a ese tipo de gente, pero el desembarco calculado de las ratas que huían del naufragio de UPyD y de los segundones del PP ha llevado a los titulares la prensa de estos días. Todavía están a tiempo de rectificar, pero las estructuras de los partidos son poco dadas a la democracia interna y mucho a la dedocracia y al nepotismo de casta. Podemos es un caso aparte, pues su estructura asamblearia ha dado cierto protagonismo al amateurismo político, sin perjuicio de que el control esté siempre en manos de un politburó al modo de la antigua URSS, controlado por el líder supremo y magnificente.

Sin embargo, no es el de John Ford el film comparativo, sino El bueno, el feo y el malo de Sergio Leone, un spaghetti western que va más allá del género me refiero al cinematográfico, no al sexo. El bueno es un papel disputado entre Pedro Sánchez y Albert Rivera, pero ninguno llega a la clase de Clint Eastwood. Sánchez parece el cantinero que se esconde tras la barra cuando hay pelea en el saloon, presto a sacar el rifle que tiene escondido, pero es asaz lento y torpe. Rivera es más rápido, pero como chico de los recados; no me parece el raudo lanzador de cuchillos que interpreta James Caan en El Dorado de Howard Hawks. El papel de feo es indiscutiblemente para Mariano Rajoy. Por más que se sienta galán, yo lo veo imitando a Eli Wallach ¡qué quieren que les diga! aunque tiene más pinta de sepulturero, por su afición a salir un momento antes del duelo y sólo para tomar medidas. El malo, esta vez sí, indiscutiblemente incluso para él mismo, que se divertiría mucho con la comparación, es Pablo Iglesias. Para ser como Lee Van Cliff debería cortarse la coleta, pero nadie como él para mirar a su alrededor y pensar «que os veo venir, que vais todos a por mí... y yo a por vosotros».

En la peli, el final estaba amañado, pero el día 26J veremos quién busca el oro en medio de la paz del cementerio.