Un mes de agosto de mediados de los sesenta del siglo pasado tuve la suerte de empezar a veranear en la playa de Los Urrutias con ocho días recién cumplidos. En mis recuerdos de niñez guardo como nítidas películas los primeros caballitos de mar que capturé (ahora me doy cuenta de los disparates que hacíamos); los peces zorros que atrapaba colocando ambas manos sobre los agujeros de los ladrillos que solías encontrar en la orilla a modo de trampas; las sandalias transparentes -ahora de moda, las cangrejeras- que causaban ampollas solo soportables gracias a la energía y a la resistencia infantiles de aquellos meses en los que se vivía en la calle; los primeros cangrejos que pude pescar con mucho miedo a sus pinzas y con la ayuda de mi padre; los calderos que Juan el Tallo cocinaba en la arena con leña, precisamente en el recipiente del que toma el nombre uno de nuestros platos más conocidos; los baños limpios y nítidos; las risas de muchos que ya no están. Desde entonces he seguido teniendo el Mar Menor como lugar de baño en el último medio siglo y he observado la evolución de eso que en su día llamábamos joya de la Costa Cálida y que hoy conocemos como ´la sopa verde´, según término acuñado por los ecologistas que -tal y como he comprobado en los últimos veranos- responde a la realidad. Porque las consecuencias de la contaminación del Mar Menor no surgen hace unas semanas. La situación de la laguna se sufre cada inicio de temporada, desde hace muchos años, y siempre se repite la misma película: protestas vecinales y de ecologistas, advertencias de los políticos, grandes titulares en prensa y fin de la estación. Septiembre se lleva a los veraneantes, las quejas, los reproches y los titulares hasta el próximo año en que volvemos a empezar el sempiterno círculo vicioso y repetitivo de la actualidad estacional. Sin embargo, todo tiene un límite, incluso el Mar Menor. La rutina ha estallado en mil pedazos y se han encendido todas las alarmas medioambientales, judiciales y económicas en la Región en una suerte de torbellino cuyo resultado final desconocemos a día de hoy.

Aunque bien podría pasar lo que sigue: la Fiscalía culpará a los regantes, estos a los técnicos de la Confederación Hidrográfica del Segura, que a su vez arremeterán contra los responsables de los Gobiernos regional y locales por la indolencia demostrada durante años; los políticos arrearán contra las empresas mineras y urbanísticas de hace décadas y estos contra los veraneantes por manchar el medio ambiente. Y a todos los anteriores se sumarán los hosteleros en su cruzada contra los medios de comunicación por contar lo que sucede en esta zona que hemos conseguido degradar.

El padre de la moderna Alemania, Otto von Bismark, dijo que «España es el país más fuerte del mundo, los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido». Mucho me temo que si el estadista alemán afirmara que el Mar Menor es uno de los ecosistemas más fuertes de la costa española, también diría que, sin embargo, «los murcianos llevan medio siglo intentando cargárselo y puede que lo hayan conseguido» ¿Es posible encontrar un equilibro para que convivan dos de los pilares de la economía murciana, es decir, la agricultura y el turismo? No es posible, es obligatorio.