Volver a Céfiro, cada año, es volver al pasado. Es como visionar la película de mi vida, que su olor inconfundible, a sal y a madera vieja, despliega ante mis ojos aunque yo me resista. Verano tras verano, volver a mi viejo barco „que compramos de mediana edad, y que ha ido cumpliendo años y adquiriendo peplas como nosotros mismos„ es como si no hubiese transcurrido la vida y todo siguiese igual. Es volver a ver, de repente, a mis hijos, como dos monitos de piel oscura, saltando de la bañera a la cubierta, luego a la regala y de ahí al mar. Es recordar „con invariable arrepentimiento, todos los años„ sus caras de desconsuelo por no haberles dejado cocinar aquellos mújoles de puerto con las tripas llenas de barro que un día pescaron en el club náutico de Ifach. Es también recordar la primera travesía a Ibiza y volver a sonrojarme por lo torpe que yo era entonces. Tonta de mí, no sabía que un barco no es una casa y que no podía darle a mi familia de comer de cuchillo y tenedor todos los días porque no hay donde almacenar la comida fresca, a riesgo de que se pudra o escasee. Es volver a admirar, por el contrario, la pericia de mis amigas, compañeras de singladura, más duchas en amarinarse, que en barcos parecidos al mío (quizá un poco mejores, es verdad), estibaban alimentos imperecederos y prácticos que les duraban toda la travesía, sin tener que recalar en puerto cada dos por tres, como yo. Es recordar esa y otras muchas aventuras posteriores llenas de inolvidables momentos, de esos que te regala el Mediterráneo cuando es bueno, y pacífico, y azul. Y llena, cómo no, de otros momentos terribles, en los que las cuatro toneladas y media del casco de un barco se convierten en algo tan frágil como una cáscara de huevo y te parece que ese mar pérfido y traicionero, que hace un rato amabas y ahora te aterroriza, se dispone a tragarte para siempre jamás.

Pero no engaño a nadie si digo que volver a Céfiro es volver, sobre todo y principalmente, al Mar Menor. Es que vuelvan a mi memoria los días, las tardes, las noches, en que, atracados en el pantalán flotante de la Perdiguera, nos tomábamos una cerveza o un gin tonic „o lo que tocase, fuera invierno o verano„ mientras los niños corrían, salvajes y libres por las playas y los montículos donde graznaban las gaviotas. Allí estábamos mucho mejor que en el Caribe, nos decíamos entonces; era el paraíso terrenal. De eso hace ya tiempo, es verdad, pero hay un pasado más reciente. Porque volver a Céfiro es también acordarme de esas noches veraniegas de luna en las que nuestro lago salino, maravilloso y único, adquiría una textura espesa, casi de mermelada, y el barco cabeceaba como una cuna, meciéndonos de una costa a otra mientras les dábamos a nuestros amigos de cenar. Es oír otra vez ópera con ellos mientras navegábamos a todo trapo, voceando el O mio babbino caro de la Callas, o cantando My Way de Frank Sinatra o Para vivir, de Pablo Milanés. Porque, saben, en el Mar Menor casi nunca había peligro de que el viento o el temporal te fueran a arruinar el disfrute de un día, o de una noche, en su perpetua calma azulgris. No hace tanto, no, el tiempo en el que el Mar Menor era ese ´mar con frontera´ „que describía mi abuela„ de aguas claras y transparentes en las que se podía surfear, bucear para ver nacras, enseñarle a los pequeños a nadar, a hacer el muerto, sostenidos sin peligro por la salinidad de ese bendito piélago.

Pero por más que yo lo recuerde cada vez que retorno a Céfiro, ese tiempo ha pasado y no volverá más. Este año mi barco no oirá las voces de mis niños, ni sus piececillos repiquetearán sobre su superficie, ni pescaremos mújoles que ahora mataría por cocinar para ellos; eso hace ya años que acabó. Hace mucho que tampoco podemos ir a la Perdiguera, nuestro paraíso, que nunca fue nuestro en realidad, y por eso se acabó también.

Pero lo más triste de todo es que, por primera vez este año, el casco de Céfiro no volverá a surcar el Mar Menor porque nuestro mar se ha muerto. Se acabaron, pues, las noches de música y placidez, los baños tranquilos, las singladuras maravillosas con viento y sin olas. Se acabó el mar con frontera, el lago salino de transparentes aguas, el charco inmenso donde se podía estar a remojo horas y horas viendo el fondo submarino. Se acabó ese mar, único en el mundo, que debería haber sido eterno, que debería haber visto cómo Céfiro envejecía y moría, y no al revés; que debería haber recogido nuestras cenizas, aunque esté prohibido, pues lo hemos amado tanto que querríamos volver a yacer para siempre en él.

Y es que, dicen, el tiempo todo lo destruye. Es al devenir al que se le echa la culpa de los males del mundo. Sin embargo, yo creo, y está comprobado, que la mano del hombre „egoísta, impávida y cruel hacia las riquezas naturales que le rodean y le bendicen„ es mucho, mucho más letal.