James Bond es una industria de la ficción que emplea a un montón de gente desde hace 63 años. Empezó como una pequeña empresa que puso en marcha el escritor Ian Fleming y, como calefactor de la guerra fría, el negocio creció rápido. En 1962 el cine creó un puesto de trabajo de James Bond que ha dado empleo a siete actores. La guerra fría acabó hace veinticinco años, cambiaron algunos gustos y la cotización de algunos valores y Bond sigue asistiendo a las fiestas de sociedad de la ficción occidental bien vestido y con licencia para matar, un privilegio del sector público. James Bond se defiende solo con sus taquillas contra los que lo han puesto a parir durante décadas por ser machista y psicópata (folla y mata sin empatía), por servir a los intereses de los poderosos de Occidente y por frecuentar los ambientes de lujo y comportarse de manera dispendiosa.

Vuelve a salir una plaza de James Bond para el cine y la lucha ideológica contra el psicópata machista llega al centro del debate y se desvía hacia la igualdad de oportunidades para pedir que puedan concurrir a la oposición a 007 un negro y una mujer, a la que quieren llamar Bond, Jane Bond. Limitan la posibilidad más radicalmente igualitaria de que sea negra y se llame James. El 007 chino contra el doctor Yes queda para fin de siglo.

En el trasvase de la ficción a la realidad un trasiego donde se mezclan de nuevo narrativa e ideología debería salir que una sociedad sería más sana sin James Bond y que, de ser necesario un psicópata a sueldo del área sombría del Estado, una sociedad mejor lo despreciara. Pero ahora mismo la sociedad no aspira a ser mejor, sólo aspira a aspirar, y hay que aceptar que toda estupidez y toda maldad puedan y deban ser conquistadas por cualquiera en igualdad de oportunidades aun con el inconveniente de que aumente el número de aspirantes a indeseable en ejercicio.