Charlaba con mi buena amiga la sombrera murciana Fuen Viudes sobre una cuestión trivial, la revolución culinaria, y en un momento de la conversación, sin reparar en sus palabras, afirmó divertida que ahora sencillamente «somos más capullos» que antes. Y creo que no le falta razón, por lo menos en determinados aspectos de nuestra vida social.

Para nada me atañe la decisión que cada quien haga de su tiempo libre y de su bolsillo; es delicado hacer valoraciones sobre los gustos y las opiniones de alguien. Lo que sí me importa y me causa desagrado en relación a la revolución culinaria es observar cómo algunos, no quiero generalizar, sienten que viven más en la actualidad y el mundo que los rodea por acudir a ciertos restaurantes de platos con nombres imposibles a precios obscenos.

Acepto que para muchos comer sea un placer y que encuentren en la manduca de alto voltaje la actividad idónea para su descanso y tiempo libre, pero lo que no puedo respetar ni merece ningún tipo de consideración por mi parte es que esos eruditos comensales de la alta cocina me juzguen de forma jocosa, en algunos casos elevando la mirada y poniendo los ojos en blanco en gesto teatral, cuando, por ejemplo, reconozco que he leído el mismo libro en más de una ocasión, algunos incluso hasta cinco o seis veces, y que no he probado porque no me apetecen platos a base de delicatessen asiáticas que se consideran imprescindibles para cualquier paladar que se precie de serlo. En esos momentos siento cierta irritación ante su mirada indulgente y desconcierto ante el desorden de valores y la ausencia total de importancia y atención a actividades como la lectura, la música, las artes plásticas o los nuevos medios de expresión que, por si a estos paladares aventajados les interesara saberlo, son los componentes fundamentales que engrosan las filas de lo que se conoce como cultura popular.

De vez en cuando no está mal deleitar al paladar, pero dedicar unos minutos de la jornada para conocer la sabiduría y la experiencia de las voces de genios de la literatura que de modo sorprendentemente moderno fueron capaces de hablar al futuro, dejando a un lado las barreras del espacio y del tiempo, ampliando así la posesión del conocimiento, es una necesidad que, como ´el buche´, merece ser satisfecha y alimentada para seguir existiendo.

En un plato elaborado como pueda ser la tortilla de patata deconstruida de Ferrán Adriá se puede encontrar placer, comodidad y seguridad bajo los muros de un espacio donde gastronomía, música en directo y artes escénicas van de la mano y poder ante el reconocimiento social que procura frecuentar sitios de moda, pero no libertad, consuelo o esperanza.

Ante situaciones inciertas o de aflicción un libro que esconda entre sus páginas personajes con penas similares a las nuestras, actores de papel y pluma que atraviesan el mismo bache emocional o profesional, nos procura la posibilidad de salvarnos saliendo a nuestro encuentro la memoria y la experiencia de cantos poéticos que nos recuerdan, por ejemplo, que la tristeza no depende de aquello que nos rodea sino que reside en nosotros mismos y que sólo con nuestro empeño podemos hacer que nuestra vida vaya bien. Ese impulso, necesario para hacer frente a determinadas circunstancias sin reparos lanzando las penas al viento, no se encuentra en las cartas de los mejores restaurantes ni en una miloja con foie que provoca un placer intenso pero, al que su naturaleza delicada y pasajera le impide hablarnos directamente, superando el estorbo del tiempo, para asistirnos cuando en cualquier momento del ´baile´ sintamos que hemos perdido el ritmo.

«Si no me encuentras al principio no te desanimes, / si me pierdes en un lugar busca en otro, / me detendré en algún lugar a esperar por ti» (Hojas de Hierba, Walt Whitman).