Noto que voy cumpliendo años por la cantidad de recuerdos nostálgicos que vienen a mi mente. Sin saber por qué, hoy he recordado a Ángel el del Carretón, un buen hombre que se ganaba la vida haciendo transportes por el pueblo con su carretilla de madera. No olvido su sonrisa bobalicona, su maltrecho atuendo, su afición a los vasos de vino, su rostro lleno de sudor por el esfuerzo de transportar de golpe cuatrocientos kilos de cebada sobre su rudimentario vehículo. Un niño grande con músculos de boxeador. Pasaba el día apostado a la puerta del almacén de piensos de mi abuelo a la espera de que un cliente solicitara sus servicios a cambio de una propina. A veces, con su carretón cargado de sacos, me ayudaba a escalar hasta la cima y me dejaba acompañarle hasta su destino. Aquel viaje era maravilloso y, allí arriba, me sentía poderoso, como Tarzán paseando por la selva sobre un elefante. A veces, durante el trayecto, miraba hacia atrás y, a pesar del sudor que resbalaba por su frente, veía la sonrisa inocente de Ángel colmada de satisfacción por estar haciendo feliz a un niño.