Llevo varios días reflexionando sobre mi postura respecto a las esteladas en la final de la Copa del Rey. Sé que no soporto la idea que encarna el separatismo, pero no me decido entre las distintas maneras de combatirlo. Por un lado el debate racional me lleva a posicionarme a favor de la delegada del Gobierno de Madrid y su recurso judicial para impedir su presencia en el evento, pero por otro lado creo que la máxima universalmente reconocida y raramente aplicada del desprecio a través de la ausencia de aprecio puede ser la forma de conseguir apagar el fuego del independentismo.

En cualquier caso, y ante tal disyuntiva, hay un elemento que subyace en común: me duele España. Es un sentimiento tan profundo que nunca me había planteado hasta qué punto es irracional. He crecido en Murcia, una Comunidad Autónoma en la que apenas ha habido debate al respecto, he sido fan absoluta del Real Madrid desde que tengo uso de razón (equipo cuyo himno alaba las glorias deportivas que pasean por España y no el clan que es el camp) y apenas he convivido con separatistas. Nunca he tenido que argumentar por qué me emociono con el himno o por qué siento con tanta intensidad los colores de nuestra bandera porque, sencillamente, no había tenido necesidad de hacerlo. Hasta ahora.

En un contexto político como el actual esa realidad ha cambiado. Los planteamientos nacionalistas no se ciñen a nuestras fronteras, pues ejemplos como el escocés o el corso son tan ilustrativos o más que el nuestro. En todos los casos, los ciudadanos del territorio que quiere separarse de su Estado saben que su situación política y económica empeoraría sustancialmente, que no tendrían apoyo internacional y que dejarían un lugar privilegiado en el primer mundo para enfrentarse a una realidad difícilmente asumible. Sin embargo, a todos les duele lo que ellos consideran su país tanto como a nosotros España.

Ante esa realidad tan irracional, tan sentimental, me he estado preguntando por qué nos sentimos tan orgullosos de ser españoles. Al principio pensaba que vivir en un país tan heterogéneo geográfica, cultural y políticamente puede ser un elemento mas que relevante para vanagloriar la perfecta suma de cualidades sobre las que se construye España. Después creí que tal vez pertenecer al territorio que ha producido la segunda lengua más hablada del mundo nos posiciona en un lugar predominante que sólo puede producirnos satisfacción. También pensé en nuestra capacidad para sobreponernos a las crisis democráticas y económicas, en el progreso de nuestras políticas, en la calidad de nuestra liga de fútbol, la riqueza de nuestra gastronomía o la calidad de nuestra literatura. Pensé en muchos elementos diversos que sin embargo me conducían a un único argumento en común: nos sentimos orgullosos de ser españoles, precisamente, por el orgullo que nos producen los propios españoles.

Es verdad que tenemos un sistema político con una monarquía parlamentaria reconocida internacionalmente, pero no se nos ponen los pelos de punta con la institución en abstracto, sino con las acciones concretas de nuestro rey ante el mundo. Momentos después del famoso relaxing cup of café con leche de Ana Botella, el entonces príncipe Felipe pronunciaba un discurso en un perfecto francés, inglés y español que llenaba de respeto y admiración a propios y extraños. Es verdad que nuestro deporte es de los mejores del mundo en muchos ámbitos, pero si nos hemos aprendido el calendario de la Fórmula 1 o del Mundial de Motociclismo no ha sido, en general, por pasión al mundo del motor, sino por emocionarnos con cada victoria de Fernando Alonso o Marc Márquez. Es verdad que nuestra cultura es extraordinaria, pero no sentimos orgullo de Alatriste por la exquisitez de su prosa, sino por saber que el origen de su escritor se encuentra dentro de nuestras fronteras. Es verdad que nuestra gastronomía es envidiada internacionalmente, pero si conocemos el número máximo de estrellas Michelín que pueden tener los restaurantes es por llevar la cuenta de los récords que baten Arzak o Adriá.

A ese respecto, tal vez Cervantes sea el ejemplo más claro de lo anterior. Tenemos la suerte de haber nacido en el mismo país que el escritor más adelantado a su tiempo de la Historia, que ha trasladado a aquel lugar de La Mancha a cada rincón del planeta y fue el inventor de eso tan moderno que se llama novela. Pau Gasol o Nadal llevan la marca España a cada torneo en el que arrasan, y científicos como Severo Ochoa o Ramón y Cajal son ejemplos de hasta qué punto el talento de nuestro país conquista día a día nuestro mundo.

Pero si hay algo por encima de todo lo anterior que nos llene de orgullo y satisfacción esas son las pequeñas grandes victorias de ciudadanos por ahora anónimos pero sin embargo tan héroes como los anteriores. Hace unos meses, Antonio Fabregat, madrileño de 20 años, se coronó como el mejor orador universitario del mundo. Un español de a pie que ante el desconocimiento de la mayor parte de la población llevó nuestra bandera a la cima de la élite universitaria mundial. Un chico que sin pedir nada a cambio ha contribuido a que al leer la noticia de su victoria o disfrutar de su talento en directo todos le demos gracias al destino por haber nacido en su mismo país. Misma realidad que el mejor matemático de Cambridge de la pasada promoción, o del creador de los móviles BQ o de la franquicia LlaoLlao. Todos contribuyendo con pasión y altruismo a hacer de España el mejor país del mundo.

Es verdad que no somos perfectos, y que tal vez no haya argumentos racionales para tener más apego por Rafael Nadal que por Karim Benzemá. Tal vez en lugar de prohibir por la fuerza el desapego independentista o presentar cifras macroeconómicas que contradigan su hipotética estabilidad, el Gobierno de la nación debería enseñar a los ciudadanos catalanes más libros de Cervantes, a la par que reproducir vídeos de Antonio Fabregat refutando de una forma que ya quisieran poder parecerse Albert Rivera u Obama.

Desde luego, si fueran capaces de sentir la mitad de orgullo que usted o que yo al saber que pertenecemos al mismo Estado que semejante talento, sabrían que no hay sentimiento más profundo y bonito en este mundo que sentirse orgulloso de ser español.