Durante la larga historia de mi vida como docente puedo decir que el noventa y tantos por ciento de mis experiencias han sido positivas; algunas sublimes, incluso, y otras hasta gloriosas. Y es que un profesor siempre sabe cuándo ha hecho una mala faena y cuándo, tras una sesión de dos horas, un seminario o un curso, sale dando dos vueltas al ruedo, orejas y rabo en mano del morlaco que es impartir conocimiento hoy. Claro es que algunos tenemos la suerte de que lo nuestro sea vocacional, a diferencia del padecimiento diario para sí y para sus receptores que experimenta algún que otro colega con alergia al contacto humano y cero capacidad de comunicación. Además, yo trabajo en la titulación más cool de todas las de Letras, la de más futuro: Traducción e Interpretación, que ha nacido en la época de vacas flacas y se encuentra en una situación precaria a más no poder, pero que goza de los alumnos casi con la nota de corte más alta de la Universidad, a los que da mucho gusto enseñar.

Y eso que la cosa está jodida. No olvidemos que en estos tiempos el estudiante se lleva a la clase todas las herramientas digitales que posee: tablets, portátiles (la mayoría pocholísimos, de tipo Mac, tras los cuales se me van siempre los ojos envidiosos) y smartphones de ultimísima generación. Así que la clase hay que llevarla tomada por las riendas, porque si les da por contrastar lo que estás diciendo en Wikipedia o vete tú a saber y ven que no eres absolutamente rigurosa o precisa, se te acabó la credibilidad. Por eso, estos días no es tan importante la impartición de datos en bruto, sino la capacidad que el docente tenga de organizar la información y aplicarla eficientemente. O cosas totalmente necesarias, como el estimular en los alumnos el espíritu crítico ante ese amasijo de información salvaje (en muchos casos, sin cribar) que mora en las nubes de la digitalización. Y, por supuesto, sembrar el hambre de conocimiento. La parte humana, humanística, diría yo, es medular, pues los datos están ahí, pero hay que crear sinapsias y sinergias entre ellos; interrelaciones cognitivas que contemplen la ciencia a lo renacentista, como algo integral que enaltece y engrandece al ser humano. Es una pena, por esto, que se haya acabado el cultivo de la Filosofía como rama troncal de lo que llamamos saber. En su lugar, ha sido sustituida por una afición a las herramientas de computación fría que se quedan en el aparato metodológico y confunden, como diría mi adorado Paul Krugman, premio Nobel de Economía, la belleza con la verdad.

Y, por último, está la cuestión de educar o no. Y aquí ya no me refiero a conocimiento en tanto en cuanto a adquisición cognitiva, sino al concepto más tradicional de educación: la tolerancia a la frustración, las maneras y el respeto a los mayores de edad y gobierno, que tan poco de moda están hoy. «Buen porte y buenos modales abren puertas principales», decía mi padre, con toda la razón. Y en lo respectivo a eso, hay muchas criaturas que se van a quedar en algún que otro umbral de la vida, sin poder penetrar. La solución sería posible si de vez en cuando nos acostumbrásemos, como educadores, a decir no; un «hasta aquí hemos llegado», un no taxativo e imperativo, cuando un alumno, o un hijo, no hubiera cumplido con su obligación, e intentase chantajear con todo tipo de armas de fuerte calibre emocional.

El ejemplo más extremo fue cuando, este mismo invierno, una alumna de posgrado me amenazó con denunciarme por violar las leyes de protección de datos, al publicar una nota suya de clase mediocre, como ella misma en un campus digital ad hoc que había creado para la asignatura. La miré incrédula, pensando cuánto tiempo habría ganado esa infeliz estudiando, en vez de decir memeces sin duda inspiradas por las memorias de Belén Esteban o por Sálvame Deluxe. En su ignorancia humana más extrema, hoy muchos piensan que solo existen los derechos, y que las obligaciones son harina de otro costal. Se está en el planeta para la preservación del ego como lo más delicado que hay que cuidar: lo que importo soy yo, que lo valgo, y aquello que me molesta es injusto porque me agrede y me impide que siga siendo un salvaje emocional. Mal cartel tenga ese profesor, o ese padre, que te impida hacer lo que se te pase por el forro de la nariz.

Yo, qué quieren que les diga, le daría a más de uno una hartada de collejas en el ego. A los padres también, de paso, por no dedicarse a educar. Ya, ya: que no es cómodo esto de poner cara de póquer y arriesgarte a caerle mal a la gente; que no gusta que tus hijos o tus alumnos te reprochen el que un día tuviste rasgos de nazi educacional. Pero es un riesgo que hay que correr, pues a nadie beneficia la pasiva permisividad. Este lunes pasado, por ejemplo, me jugué las orejas y el rabo de una de esas plazas en las que toreo, despidiéndome de un grupo de alumnas que no habían obtenido un sí inmerecido y que protestaban indignadas, lágrimas en los ojos de alguna de ellas por obtener. No me conmoví ni un ápice y, con una sonrisa triste en los labios, al final de la clase les espeté: «Lo siento, chicas: todo lo que me odiáis ahora, en el futuro me lo agradeceréis». Cerré la puerta y me fui, convencida de que dar un no a tiempo es a veces, por mucho que a una le duela, educar a la gente para el largo plazo y de verdad. Y creo que este mundo sería bastante más habitable si más de uno obrase igual.