Una antigua fábula indostánica cuenta que seis ciegos que se dirigían a una ciudad encontraron su paso cortado. Cinco de ellos se adelantaron a explorar el obstáculo. Tanteando, el primero dijo que habían levantado una muralla enorme. Un segundo aseguró que era un edificio robusto con firmes columnas. Una serpiente descomunal, concluyó el tercero, que tenía entre sus manos un extremo. Pero el cuarto dijo estar tocando una enorme hoja irrigada: era una hiedra gigante. El quinto irrumpió asegurando que era un ingenio bélico con arietes bien pulidos. La discusión tomó vuelos y derivó en griterío. Desde atrás se hizo oír el único ciego en silencio hasta entonces: «Es un elefante». La discusión se ahogó y los ciegos siguieron su camino.

Dirigir organizaciones públicas o privadas obliga a analizar mucha información y escuchar a muchos expertos que con plena solvencia nos describen las situaciones según su campo de especialización. Pero cada perspectiva particular es al menos falsa por exagerar la importancia de lo que ve respecto de lo que queda fuera de su ángulo de visión. Los especialistas son tan necesarios y solventes como insuficientes para hacerse cargo de la realidad. Un físico que no supiera más que física aseguraría con toda clase de pruebas que un hombre es un grave; y un químico diría que es un complejo bioquímico. Y sin duda lo es, si bien tomar al hombre por un grave o un coktail químico no solo es confundirlo con cualquier otra realidad, sino perderse lo crucial. Otro tanto ocurre con los problemas humanos y las visiones de los especialistas con la profusión de información que nos ofrecen, por competente que sea: que pierden de vista lo que no pertenece a su especialización, es decir, con frecuencia lo definitivo.

Las competencias necesarias para liderar y tomar decisiones directivas no son las que se forman mediante el aprendizaje de las herramientas de gestión, imprescindibles por otra parte. Nuestras facultades universitarias, escuelas de negocios y de gobierno disponen de todo un arsenal de herramientas cognitivas y de saberes especializados que son, sin duda, imprescindibles como cualificación profesional. Pero la inteligencia directiva necesita de cualidades del carácter que aclaran la visión de los asuntos y que desde antiguo se han conocido como cualidades morales: templanza, bravura, modestia, magnanimidad, coraje, moderación, perseverancia, fortaleza, paciencia, tesón, credibilidad, intrepidez, prudencia. El bagaje formativo de políticos y directivos con frecuencia adolece de estas cualidades del carácter que, sin embargo, son sin comparación posible más decisivas en orden al destino de los individuos y sus organizaciones, que el inexcusable conocimiento experto de técnicas y herramientas.

De hecho, tanto el saber antiguo como las modernas ciencias genéticas y psicológicas coinciden en señalar al 'carácter' como la cifra decisiva en la ecuación del destino individual, que cada uno llevaría a cuestas como su sombra en su modo de ser. Nadie con suficiente experiencia de sí mismo desconoce hasta qué punto los trazos básicos de su temperamento, o las imperfecciones de su carácter, suponen una polarización general de las decisiones y de los derroteros más decisivos que se han tomado en la vida. Con frecuencia, lo peor de nuestras equivocaciones es que su causa es nuestro modo de ser.

Si el destino existiera no habría que ir a buscarlo a las conjunciones astrales, sino a los perfiles y morfologías temperamentales de cada cual. Y lo singular del asunto es que ciertamente el destino existe, si bien en proporciones variables según sean las personas. A saber, cuanto menos dominio de sí tenga un sujeto más expuesto queda a los impulsos y avatares de su temperamento, y por tanto, más determinante resulta éste de los derroteros de su existencia que, ciertamente, toma la forma de una vida regida por el hado.

La ética, en tanto que entrenamiento y perfeccionamiento del carácter, es la forma libre de enfrentar (y aprovechar) esa fuerza para adueñarse de la dirección de la propia vida. Ninguna otra rebelión humana ha resultado más emancipadora que la reivindicación del poder sobre la propia vida que suponía en enseñoramiento sobre el propio carácter. Olvidarlo es tanto como creer que somos libres por otorgamiento estatal de la ciudadanía, e implica el olvido de la inteligencia que enseña a dirigirse y dirigir como la forma efectiva de la libertad. El actual arrinconamiento cultural de este sentido de la libertad el autodominio es revelador de la escasez de nuestra autocomprensión.

Quien no es dueño de sí, decían los clásicos, de una u otra manera será propiedad de otro: el esclavo. Y no hay esclavitud más insidiosa que el sojuzgamiento que produce el propio carácter de quien no es capaz de enfrentarse y dominar las propias pulsiones. Pero además y por mucho poder que se tenga, el esclavo de sus impulsos no sabe dirigir sino esclavizando. Y no es un problema de estilos directivos o formas de liderazgo. Los modales podrán ser sofisticados, pero quien sigue a sus pasiones cuando dirige pone inevitablemente a los demás a servirlas; y quien sirve a las pasiones de otro se convierte en servil por bien retribuido que esté. No percibirlo es carecer de esa clase de inteligencia que no cabe esperar de ninguna herramienta especializada,

No es posible respetar la libertad de aquellos a los que se dirige sin ser libre uno mismo: el que sigue a sus pasiones se servirá de las ajenas para dirigirlos. Así que en pocos ámbitos ese