La Convención de Ginebra ampara a los prisioneros de guerra para que no tengan que revelar al enemigo más información que su nombre, graduación y destacamento al que pertenecen. Todos lo hemos oído en el cine muchas veces. Sin embargo, cada día resulta más difícil acudir a una consulta de la sanidad pública sin sentirse intimidado por las fórmulas que imponen los protocolos oficiales. Están tan encorsetados que llegan a poner en peligro la seguridad de los profesionales al someterlos a un forcejeo constante con los enfermos. Yo he tenido que enfrentarme varias veces a una enfermera que intenta pasar consulta en la sala de espera y hasta se inventa excusas para quitarse de encima a los pacientes y hacerles volver al día siguiente. Ahora he descubierto que en los servicios de Urgencias los usuarios no solo tienen que contarle su problema a un funcionario sentado tras un mostrador, en presencia de toda la parroquia que espera su turno, sino que hay que recitar el nombre, teléfono y dirección sin el más mínimo respeto a la intimidad y a la seguridad.