España es tierra de pasiones, y como tal, de irracionalidades. Hay un puñado de cuestiones clave como pueden ser la despolitización de la justicia, las bases del sistema educativo, el modelo territorial y las pensiones que bien podrían redactarse en una cara de folio y constituir, pese a ello, un ambicioso programa reformista de los partidos constitucionalistas. Pero lo cierto es que es algo que se antoja imposible, porque nadie está dispuesto a moverse no ya en sus posiciones ideológicas, sino políticas, que es bien distinto. Pactar significa hacer cesiones, contradecir un poco a los tuyos para satisfacer otro poco a los demás y no cabrearnos ninguno demasiado. Y por ahí no pasamos. Porque frente al concepto avanzado de sociedad, a los españoles nos tira mucho más el de clan o tribu.

Estoy convencido de que si se rebajara un poco el tono del discurso, se apelara menos a lo sentimental y se le dotara de esas cuatro o cinco ideas básicas que he señalado, sería posible volver a unos consensos fundamentales. Pero el pensamiento de los españoles, reflejado en sus líderes políticos, es monolítico. Si tuviéramos que identificarlo con una escultura, no sería el David de Miguel Ángel, sino uno de los Toros de Guisando. Compacto, atemporal, impasible y sin más matices que los propios de la erosión. Y ante cualquiera que nos lleve la contraria, embestimos. España y yo somos así, señora.

Llevar la contraria en nuestro país es cosa complicada. No es que de suyo sea malo pensar algo diferente. Si lo haces en la intimidad de tu casa tiene un pase, pero manifestarlo ya es diferente. Vete a un hotel, que diría el rancio. Porque una cosa es estar en contra habiéndote puesto antes de acuerdo con al menos una parte de los líderes de la tribu, y otra muy distinta es que vayas por libre. Ojo con eso. Porque el individuo no tiene valor en sí mismo si no es al servicio de una causa que, por lo general, se identifica con los deseos y planes de quienes ocupan las cúpulas del poder político y mediático.

Estar de acuerdo con algo de 'los otros' o estar dispuesto a escucharlo, es una traición al clan, a quien nos protege del ataque de esos 'otros' que no sabemos muy bien quiénes son pero, de eso sí estamos seguros, son mucho peores que 'los nuestros'. En el espacio político de nuestro país ya no hay espacios para la discrepancia, porque se interpreta como una disidencia. El silencio y la complicidad son el precio a pagar por la protección, por el sentimiento de pertenencia a un grupo, por tener con quienes patalear y con quienes reafirmarnos en que la culpa de todo nunca es nuestra.

La Transición, cada vez más, parece un paréntesis en nuestro devenir cainita. Un periodo de inquietante consenso en medio de nuestra confortable bronca histórica en la que hemos tendido siempre a confundir la lealtad, que se basa en la reciprocidad, con el vasallaje, en el que hay quienes renuncian a toda dignidad intelectual con tal de seguir sintiendo el abrazo tribal. Y no me estoy refiriendo sólo a situaciones que se pueden dar entre las militancias de partidos políticos, sino también en la propia calle, en la que la gente de a pie mostramos un razonamiento que se acerca muchas veces más al de un cabestro que al exigible a una persona.

Digo esto último porque es sorprendente ver cómo hay gente que se extraña de que las personas cambiemos de pensamiento sobre una determinada cuestión a lo largo del tiempo o, simplemente, admitamos no tener clara nuestra postura sobre algo. Hay a quien le cuesta entender, e incluso le desconcierta y le levanta cierta suspicacia, el hecho de no poder poner con claridad una etiqueta a una persona. Y les resulta también complejo a muchos otros que quepa la lealtad desde la discrepancia.

En momentos como el que vivimos, de incertidumbre, de inestabilidad, de falta de sentido de la responsabilidad, es el momento de girarnos hacia esa España, que no sé si es la tercera, la cuarta o la quinta, pero que razona, a veces en silencio y lleva la contraria, incluso a sí misma. Una España sensata, que existe a derecha e izquierda, que quizá nunca dará para formar un partido político, pero que puede hacer que los que hay se entiendan. Hay quien dice que eso se llama centro, otros le dicen sentido común o incluso moscas cojoneras. A lo mejor es a esos, a los menos puros y con un pensamiento que no converge en el argumentario del partido correspondiente, a los que tenemos que ir dejando paso. A lo mejor, digo.