Los papeles de Panamá nos ponen ante un problema largamente diferido. A pesar de los asaltos corsarios y filibusteros de Francis Drake y de Henry Morgan, que llegaron a saquearla, Panamá quedó finalmente en manos españolas hasta la independencia; pero algo de aquel espíritu filibustero perdura en la plaza. Todavía son conocidos los buques de bandera franca panameña ¡peligro en la mar! pero en las últimas semanas es la noticia de los clientes de un despacho, ¡y qué despacho! Desde luego no es el mío.

Los expertos economistas tienen claro por qué no se acaba con los paraísos fiscales. Dicen que son el lubricante de la economía mundial, que ésta se ha transformado a partir de los 80 y que ahora las multinacionales no buscan la ganancia sólo en la producción industrial, sino en la maximización del beneficio mediante la elusión de la carga fiscal. A los Estados no les interesa poner fin a sus tropelías, porque también les sirven aunque parezca que defraudan sus impuestos. No son extraños los paraísos fiscales dentro de la UE léase Luxemburgo o las relaciones de connivencia entre algunos miembros léase ahora Irlanda, también Holanda y cada vez más Reino Unido ¡extraño, hablando de piratería! el país que concedía patentes de corso. Tampoco EE UU desmiente esa virtud puritana de desconocer la mano derecha lo que hace la izquierda, pues Delaware es lo más parecido a una isla del Caribe en tierra seca. Y si de piratas hablamos, también abundan en la mar de China los champanes, que navegan camuflados en el sistema monetario internacional.

Distinto de los bucaneros de la isla Tortuga son los fondos de reptiles, que siempre han existido escondidos en los presupuestos de los Estados. Fue Bismarck el primero en utilizarlos para la propaganda y la compra de noticias favorables al naciente II Reich. Originariamente fue el tesoro confiscado a la dinastía Hannover, que el canciller prusiano utilizó para perseguir a esos reptiles malignos hasta las cuevas donde se ocultan. Luego se utilizaron para el espionaje y la lucha policial contra la delincuencia. En tiempos de José Luis Corcuera se malversaron bajo el nombre de fondos reservados, no sólo para pagar a los confidentes, sino también a los algunos mandos policiales en forma sobresueldos que según el propio ministro dignificaban el trabajo de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. No hacerlo a través de los presupuestos generales seguramente no otorgaba la suficiente dignidad, cuando a los autonómicos o municipales se les remunera mejor el menor riesgo y responsabilidad. ¡En qué alta estima tenían su trabajo de contraespías Amedo y Domínguez cuando gastaban esos fondos en casinos y lupanares!

Otras muestras de fondos lubricantes aparecen todos los días en las cabeceras de los periódicos, telediarios, tertulias radiofónicas y hasta en las conversaciones de barra de bar más estelares. Con seguridad, son también necesarios para el sistema, pues es lo que incentiva a determinados personajes de jerga y hampa a entrar en política. Es comprensible, pues con sueldos tan paupérrimos como los de los cargos públicos no se compensa la dedicación a la patria, real o inventada, y por supuesto el amor al municipio.

¡Qué decir de la financiación de los partidos políticos! Soluciones imaginativas, como lo que piden a los innovadores: pequeñas donaciones reintegrables, grandes dádivas en B, pagos a través de la cuenta del Grupo Parlamentario, condonaciones imposibles de los bancos amiguetes... Y si te descubren, «el que firma sin saber o conocer, ninguna responsabilidad puede tener», Miguel Sánchez dixit. No hay aforismo latino que lo hubiera expresado mejor, así clamara un redivivo Labeón ignorantia iuris neminem excusat, la ignorancia de la ley no excusa su incumplimiento. Con lo fácil que es el modelo americano: las donaciones con nombre y apellidos, de manera que si uno compra en determinada cadena o guarda sus ahorros en determinados bancos, sepa que parte de los beneficios van a parar a pagar a su partido favorito o al contrario. Todo esto sin hablar de las recalificaciones de las ciudades deportivas, o las urbanizaciones creadas en torno a un campo de fútbol al que bien saben ustedes que llegamos en tranvía, previa reordenación urbana de amplios secarrales bien ordenada a cuenta de alcaldes y concejales ¡perdón! a la cuenta de...

El oro de Tolosa fue una leyenda en la Roma del siglo II a. de C. Se cuenta que provenía del saqueo celta del templo de Apolo en Delfos, aquel famoso oráculo. Apareció tras la búsqueda incesante de Quinto Servilio Cepión, con más fortuna que los buscadores de El Dorado. Hasta Roma llegó la noticia de su descubrimiento y algunos carros cargados de plata. Pero el oro desapareció tras el asalto a la pequeña cohorte que lo custodiaba. Siempre se sospechó que el descubridor lo había camuflado entre testaferros y la inmensa fortuna de la familia. Bruto, el más famoso de los magnicidas de César, todavía disfrutó de sus rentas, que malgastó en pagar legiones para defenderse de Octavio y Marco Antonio en la tercera guerra civil romana. En la famosa batalla de Filipos naufragó en sangre el último oro de Tolosa y su ineluctable maldición.

Tal vez debiéramos consagrar el erario público al dios Apolo y establecer penitencias eternas para su malversación, cual Prometeo en el Cáucaso. Mientras lo decidimos, conviene no olvidar que aunque los lubricantes pecuniarios siempre han existido desde la más remota historia, la diferencia en los tiempos modernos es que, más tarde o más temprano, siempre se descubren. ¡Luz y taquígrafos!