Acudí, hace un par de semanas, a la presentación de Código Rojo, segundo libro publicado por el teniente Luis Gonzalo Segura, quien se ha destacado en los últimos tiempos por una sucesión de arrestos disciplinarios que han culminado en su expulsión del Ejército tras denunciar las corruptelas, el secretismo y el nepotismo imperantes en nuestras Fuerzas Armadas, de los que Luis habría sido una víctima, al igual que la comandante Zaida Cantero y otros muchas personas anónimas. Mientras me dirigía a la presentación, recordaba cómo era el Ejército que yo conocí en torno a 1980, cuando realicé el servicio militar. Se trataba de una entidad chusquera, sobredimensionada de jefes y oficiales, escasamente formado desde el punto de vista técnico, orientado a la preservación del orden interno y plagado de numerosas corruptelas, entre las que destacaba el uso de los soldados por parte de los mandos para satisfacer un serie de servicios y necesidades de éstos (desde tareas domésticas a arreglo de vehículos). Era, además, un Ejército profundamente fascista en su ideología, lo que chocaba con la eclosión de libertades que la sociedad estaba viviendo. Tras el 23F, que viví en primera persona en Valencia, esa fractura entre ciudadanía y Fuerzas Armadas se agrandó hasta límites infranqueables.

Con ese bagaje, digo, asistía a la charla de Luis Gonzalo, interesado en saber cómo era la institución que yo conocí 35 años atrás. Tengo que decir que sólo encontré una ventaja respecto de aquel entonces: ya no representaba una amenaza ominosa e inminente sobre la población y sus libertades, aunque, como recordó Luis, algunas declaraciones de militares sobre instaurar el estado de guerra en Cataluña, los retratos del dictador Franco en algunas salas de banderas y algunas otras ´anécdotas´ referidas a esporádicas salidas de tono de determinados mandos, nos remitían inexorablemente al inicio de la Transición.

Transición que atravesó las Fuerzas Armadas provocando un efecto en éstas relativamente asimilable al que se produjo en el conjunto de la sociedad y las instituciones. Hubo, en este sentido, una mejoría (como el mencionado fin de la amenaza golpista), pero al igual que aquel cambio instauró un régimen democrático de muy escasa calidad, tampoco produjo en el Ejército las transformaciones que se requerían para convertir éste en una institución armada al servicio del pueblo y de su defensa frente a agresiones exteriores. Ya no era (relativamente) una institución que amenazara las libertades, se había profesionalizado, sobre todo en algunas de sus unidades de élite, y no se nutría de una leva obligatoria. Pero se configuró como una entidad absolutamente impermeable a la sociedad civil, a diferencia del resto de instituciones que, aunque con un sustrato oligárquico más que democrático, se mostraban relativamente permeables a las presiones y denuncias tanto de la oposición política como de la ciudadanía organizada. El Ejército, no. Allí impera el secretismo más absoluto, hasta el punto de que operaciones económicas sin sentido, como la compra masiva de armamento inservible en tiempos de recortes y rescates bancarios, se hurtan al debate presupuestario y político.

Podríamos decir que las prácticas corruptas de la oligarquía en el conjunto de la economía (puertas giratorias, compras de políticos para asegurarse contratos absolutamente inflados, etc) encuentran en el Ejército un escenario bastante más opaco que en las demás instituciones del sistema, y por tanto más impune. Como ejemplo, el que citaba Luis Gonzalo: una compra multimillonaria de tanques Leopard alemanes que finalmente tuvieron que desmontarse y almacenarse porque en nuestro escenario no tienen ninguna utilidad militar. Nadie ha rendido cuentas de eso, ni se espera que lo haga. Nadie va a investigar quién y por qué decidió esa y otras compras tan inútiles como dilapidadoras de las arcas públicas, al contrario que en el resto de instituciones, donde a veces (pocas) se investigan tramas corruptas o aeropuertos inservibles.

En fin, que el Ejército no es ajeno a la naturaleza del régimen político en el que se inserta y al que, en nuestro caso y por mandato constitucional, sostiene.