De niño, solía excavar profundos pozos en la arena de la playa. Cada mañana, lo hacía en un lugar distinto. Así que, cuando llegaba septiembre, tenía la orilla de Campoamor completamente agujereada. Sabía que aquellas costas habían sido frecuentadas por piratas berberiscos, que las utilizaron para enterrar tesoros. Cofres que contenían el botín robado a los galeones españoles. Al inicio de cada nuevo verano, soñaba con descubrir un viejo baúl. El otro día, escuché decir a Manuel Rivas que «quien no ha buscado tesoros es que nunca ha sido niño». Yo, aún hoy, a mis cincuenta y algunos, creo en los tesoros enterrados. Cuando estoy tumbado en la arena y veo que el niño de mis vecinos de sombrilla ha dejado de jugar, le pido prestada la pala. Con disimulo, continúo la excavación que inicié en mi niñez en busca de fortuna y gloria. Quién sabe.