El otro día llamé por teléfono a un amigo a propósito del inminente centenario del nacimiento de Cela. Hacía tiempo que no hablábamos. Quería saber de él; cómo estaba, qué hacía y darle las gracias, una vez más, por haberme descubierto el genio y la maestría del homme-plume y enseñarme a entender tantas y tantas cosas sobre escritores, obras y estilos que componen el universo de la literatura.

Lo noté cansado, pero se alegró al escuchar mi voz. La falta de variedad en la vida de un jubilado es una constante y cualquier cosa fuera de lo común como la llamada de una antigua alumna, convertida ahora en amiga por el peso del paso de los años, cambia una pobre jornada de lectura en una tarde feliz.

Después de las consabidas frases de cortesía, relaté los acontecimientos más importantes en mi vida en los últimos meses, escasos, por cierto, y como quien no quiere la cosa le conté que, al cabo de muchos años, quince para ser más exactos, por fin me había dejado caer por La familia de Pascual Duarte y La colmena.

Su risa me llegó fuerte y profunda a través de la línea del teléfono con un cierto deje de regocijo triunfal. Sabía que detestaba estas dos obras de Cela principal y sencillamente porque no había sabido entender el sentido de las palabras del 'hombre-pluma'. Lejos de mostrarse comprensivo, teniendo en cuenta que la primera vez que leí estas novelas tenía 18 años y escasos conocimientos culturales y literarios, adoptó una actitud de sobra conocida para mí, desligándose automáticamente del rol de amigo, y en su talante pude percibir al profesor que fue, es y será siempre. Hablamos sobre los sentimientos y personalidades de los personajes principales, la picaresca del siglo XIX, el extremo realismo, el ambiente homosexual de una España reprimida e intolerante y el futuro borroso de gente que discurre por 'caminos inciertos' ante 'mañanas eternamente repetidas'.

Al final, después de un análisis exhaustivo de la historia y el estilo de las novelas, los derroteros de la conversación desembocaron en el carácter y personalidad del escritor y su pasión por personajes fracasados, hombres perdedores y picarescos, burgueses venidos a menos que poblaban la España triste y temeraria de los años cuarenta, y de su fascinación por la desdicha inevitable y el fracaso social y personal.

Nos quedamos en silencio unos instantes, sumidos en nuestros propios pensamientos acerca del futuro cierto e incierto de cada uno, y antes de despedirnos y volver al tono de camaradería habitual de nuestras charlas, me preguntó qué me habían parecido. Dudé antes de contestar, no tanto por sentirme atrapada de nuevo en el pellejo de una alumna sorprendida por su profesor con una buena pregunta para la que cualquier respuesta, por buena que ésta sea nunca será suficiente, sino por la vergüenza de confesar lo mucho que me habían emocionado y sugestionado el tremendismo en la vida de los personajes.

Intentado conferir a mis palabras la menor gravedad posible le respondí que había llorado al descubrir la verdadera intención que se esconde tras la novela de vidas sumidas en la desolación y el desencanto por culpa de otros o quizás de ellos mismos, además de sentir cierta vergüenza ajena por todos aquellos que desde la muerte del escritor, en vida de éste nunca se hubieran atrevido, intentaron e intentan enturbiar su éxito literario tachándolo de déspota, clasista o superficial.

No sabría decirles si se sintió complacido ante la postura que mostré frente a estas obras, resignado por lo rápido que ha pasado el tiempo o derrotado ante un país que en esencia pero no en apariencia sigue preso en las 'celdas' de una colmena donde los 'reos' por mucho que se esfuercen parece que 'jamás descubren horizontes nuevos'.