Como todo, Los Intocables llegó a España con retraso. Un año después de que sus 118 episodios se pasaran en Estados Unidos y en otras latitudes atravesó esta unidad de destino en lo universal. Mi padre no se perdió uno y, amparándose en los dos rombos, supongo, me puso muy difícil el acceso a alguno de ellos. En un primer momento pensé que detrás de su apetito se escondía únicamente la fascinación por una de las primeras series estrenadas pero, con el paso del tiempo y al ver cómo las aventuras de Bonnie and Clyde le tiraban igualmente, empecé a convencerme de que algo más subyacía en su interior: en concreto los 44 años de empleado de banca que se chuparía. Él siempre fue muy agradecido porque, otra cosa no, pero agradecidos sí que éramos a pesar de que se jubilara con un brochecito para la solapa y sin vista apenas. No obstante, ser bancario representaba un seguro de vida si te portabas y él se portó, aunque su debilidad por los tiros y los atracos bien perpetrados en la ficción quizá delataban un ansia reprimida como Dios manda, en unos tiempos en los que acudir al psicólogo o echar mano de un coaching para que te lo interpretara no entraba en los cálculos. La vida, con esas cosas que tiene, quiso sin embargo que la última peli a la que lo llevé en recuerdo a su pasión fuera la versión de Brian de Palma y guión de David Mamet con Kevin Costner, Sean Connery, Andy García y Robert de Niro poniéndole glamour a los agentes federales, a la mafia y a la ley seca del Chicago, años 30. El pedazo de hombre que fue no vivió lo suficiente para asistir al desmoranamiento de buena parte del entramado financiero del que él jamás salió desde su mesa en el servicio de Cartera y, por tanto, me he quedado sin saber si se le habría escapado una sonrisilla por la comisura al igual que cuando Eliot Ness se acercaba a su presa. Por todo esto me hirió que un portavoz del pesoe comparara el tercer grado de Carlos Fabra con las vicisitudes de Al Capone. Por favor, un respeto a la épica de los que iban a pecho descubierto.