Es un árbol que puede llegar a ser milenario. La cineasta Icíar Bollaín, en su última película, ha contado la vida de un ejemplar de olivo, prototipo de los condenados al trasplante de hábitat. Muchos de estos ejemplares frondosos, retorcidos sin daño en sus troncos al cabo de los siglos, verde azulados, de un verde veronés mezclado con el de ceniza en sus hojas; aprisionados en sus raíces en macetas de caucho, viajan de la mano del dueño y señor de su savia, a campos y formas de adorno que no les corresponden. A glorietas de autopistas, a jardines artificiales de verdes alfombras de césped. Para ellos nunca llegarán los fríos días de la cosecha, ni los temblores del fruto de la aceituna, convertidos en objetos decorativos. Negados en su aceite. Muchos mueren en estos tratos de desahucios de sus campos peinados a raya hasta planicies ajenas e inhospitalarias. Los viveros esperan a los nuevos y caprichosos diseñadores de espacios, mientras ellos tratan de sobrevivir a su suerte. Un olivo centenario tiene una alta cotización financiera.

El olivo es un árbol fuerte y fortalecido; yo lo he visto rodar en riada rambla abajo y dar con sus ramas deterioradas y rotas, heridas, en alguna cuneta del embarrado camino. Y allí, con apariencia de muerto, de cadáver vegetal, ha permanecido durante meses; quieto y desolado hasta que, de pronto, con la llegada de la siguiente primavera su sangre verde ha vuelto a brotar sobre la superficie que ya era, casi, pasto de leña vecina, de fuego destructor del hogar humano.

En nuestra región hay un olivo milenario en el Valle de Ricote, a las puertas del mismo pueblo, que admite el abrazo colectivo, sin llegar a rodearlo, de varias personas a un tiempo. El olivo y su fotogenia mediterránea está en la hermosa paleta amortizada del pintor Andrés Conejo; recuerdo a Manolo Avellaneda, en un alarde de sabiduría pictórica, y su pincel de lengua de gato bífida para pintar de un trazo enérgico la olivera de dos brazos de nuestros campos. Los olivos españoles se mueven, contra su voluntad, por la ambición humana, exiliados de sus terruños abancalados y labrados, talados a tiempo para esperar el rebrote del triunfo del fruto de la oliva.

Crece lentamente, muy lentamente; pasa temporadas y tiempo sin movimiento aparente, con raíces poco profundas que desprecian la búsqueda de honduras dolorosas. Su majestuosidad llega con las decenas de años en la piel soleada; estonces señorea el paisaje, lo personaliza y abrillanta; da sentido a la vida campesina. Empieza su cuerpo a oler a almazara, a apretón jugoso. Están cerca los días gloriosos del vareado que no duele. Su suntuosidad es natural y la denuncia de Bollaín razonada y razonable. Quietos esos olivos que han de vivir y morir, según nacieron, en la naturaleza que le es propia e inseparable.