Últimamente pienso mucho acerca de la muerte. Es extraño e incluso desagradable escuchar esta afirmación en la boca de cualquier joven de 33 años, pero si tenemos en cuenta que en los últimos dos meses he tenido que ir al tanatorio hasta en cinco ocasiones a apoyar a amigos en la despedida de seres queridos, esta afirmación singular adquiere inmediatamente categoría lógica de común o corriente.

En estos casos, siempre, mi mente de modo inconsciente, casi involuntario, escapa del sufrimiento de mis amigos y de las reflexiones y frases de consuelo de los que hay alrededor, mientras considera detenidamente el error del concepto que la mayoría tiene sobre esta experiencia.

La muerte no es antónimo de vida. No son contrarias, sino iguales que conviven desde el principio hasta el final, juntas y de la mano. Supongo que desde niños no se nos enseña a asumirla correctamente porque no la aceptamos y, por la tanto, no la entendemos. Nadie es capaz de admitir que de forma imprevista en cualquier momento todo habrá acabado.

Convertida en el principal enemigo a batir, nos enseñan y nos empeñan para desafiarla y vencerla, sabiendo de antemano que se haga lo que se haga al final ninguno podrá hacer absolutamente nada por evitarla. He aquí el error, puesto que viviríamos menos frustrados y cabreados si nos educaran en asumirla como una experiencia indispensable desde el momento en que el se forma parte de esta vida.

De este modo, se nos enseña a ser felices desde bien pequeños; padres, amigos y familiares se esfuerzan, haciendo todo lo que esté en su mano, para que alcancemos ese estado. Sin embargo, es curioso que de la misma forma que se nos adoctrina en las risas y en los logros no se nos prepare para el sufrimiento y el dolor que sabemos en un momento u otro llegará en forma de enfermedades propias o en la pérdida previsible o imprevisible de seres queridos.

Quizás viviríamos mejor si se nos ilustrara de la misma forma, natural y normal, la senda de dos caminos que convergen inevitablemente en un mismo punto. Las risas y los besos no deberían estar reñidos con las lágrimas y la tristeza; éstas deberían mostrarse tan naturales como las primeras.

El título de esta columna es el nombre de una novela de John Banville que me encanta por la manera en que el escritor tiene de enfrentarse al sentimiento de desasosiego que provocan en él la enfermedad y la muerte. A través de las reflexiones del protagonista y con el mar como antídoto del dolor, Max Morden, un historiador de arte que acaba de perder a su esposa, nos adentra en el sufrimiento de la muerte, la superación de la pérdida y los placeres de la vida.

Un libro que al contrario de lo que se pueda esperar o pensar, sirve de bálsamo para la inquietud y la pena. Aborda todo los que nos ocurre en la vida como una larga preparación para abandonarla y busca en el pasado, en el pueblo costero donde veraneaba junto a sus padres, el refugio de la felicidad prometida y ahora temporalmente pérdida.

A lo largo del libro experimenté muchos sentimientos, pero el consuelo, el regusto que queda, sabe tan bien como un buen trozo de tarta de chocolate. Al final, siempre hay un 'lugar' adecuado al que agarrarse y en mi caso como en el de Max, el mar también me sirve como punto de partida porque me recuerda a mi padre y lo injusta que puede ser la vida, y como remedio porque me recuerda a mi padre y lo maravillosa que puede ser la vida.