Olvidarse de un hijo no es, por lo visto, tan difícil como a las madres y padres súper protectores nos pudiera parecer. La vida de un adulto está tan llena de preocupaciones, que borrar momentáneamente del cogote lo realmente importante es un mal que nos ataca casi a diario, aunque a algunos el despiste les afecta de forma permanente, para qué engañarnos. Por mis venas corretea ese gen tan temible. No, no es necesario que llamen a servicios sociales, que hasta la fecha no me he olvidado de mi prole ni en el supermercado ni en el maletero del coche.

Pero al igual que podía haberme tocado ser pelirroja, como mi madre, es posible que tenga instalado en mi disco duro la temida y mortífera laguna memorística. Me remito al día en que mis tíos salieron de casa con sus dos hijos cuando éstos levantaban pocos palmos del suelo para volver de la excursión sin ellos, como hace pocos días le sucediera en Madrid a un niño de cinco años. A veces las casualidades se acumulan para sumar en nuestra contra. Mis tíos decidieron pasar un soleado sábado de finales de primavera en compañía de unos buenos amigos que, al igual que ellos, iban a todas partes con sus dos hijos. Poder relajarse en la vigilancia de los menores durante un rato es un sueño ansiado y recurrente que acompaña a los progenitores durante largos años.

Tras unas horas de juegos, bocatas y risas llegó la hora de volver a subirse al coche para regresar a la rutina. Entre un papi quiero ir en el coche de mis amigos y otro ve a preguntar si te dejan ir con ellos, cada pareja se instaló en su vehículo pensando que sus retoños viajaban de vuelta en el coche de los amigos. Así que tiraron para casa. Tras una hora de viaje se pararon todos a repostar y, sorpresa, faltaban pasajeros. No quiero ni pensar en la bronca que debió amenizar el trayecto de sesenta minutos de vuelta al lugar del tremendo despiste. Lo mejor de todo es que mis primos ni cuenta se dieron del abandono fortuito, los encontraron jugando con las hormigas, felices e inocentes criaturas, sin trauma ni desconcierto por su parte.

En EE UU cada año muere una treintena de criaturas olvidadas por sus padres en el asiento del coche, a pleno sol y sin ventilación Terrible, horrible, espeluznante. Aún lo es más que los expertos aseguren que se trata de un drama que puede sacudir hasta a los papás más meticulosos. Que levante la mano el lector que no se haya enzarzado nunca tanto en una conversación, ante una caña o en su dispositivo móvil como para olvidar que tenía que permanecer atento a su niño mientras éste corretea por el parque, centro comercial o Cresta del Gallo. Luego, a sudar unos interminables segundos e incluso minutos para volver a localizar al pequeño. Qué difícil es centrarse a todas horas.