Esperemos que la XI Legislatura sea la última tan breve. El Congreso de los Diputados ha sido incapaz de investir a un nuevo presidente e inmediatamente seremos convocados a unas nuevas elecciones. Resulta evidente que los líderes políticos han carecido de los incentivos adecuados para hacer bien su trabajo; quizá si existiera una norma que les inhabilitara para, después de tal fracaso, volver a presentarse, las cosas serían distintas.

Pero no especularé más sobre lo que pudo ser y no fue, entre otras cosas porque no querría colaborar a que se materialice un riesgo muy grave, cual es que, ante la situación en la que nos encontramos, y no sin falta alguna de razón, la ciudadanía se sienta tentada a mostrar su hartazgo absteniéndose el próximo 26 de junio. Sería un error con consecuencias absolutamente indeseables. Debemos ir a votar todos y expresar aquello que deseamos, porque nuestro quehacer cotidiano y nuestro futuro depende de lo que manifestemos ese día; existen opciones ideológicas muy distintas, que dan lugar a organizaciones sociales igualmente diferentes.

Hay muchas personas liberales, sin duda bienintencionadas, que consideran que es necesario limitar al máximo la intervención del Estado. No coincido que esa visión sobre el funcionamiento del mundo sea la ideal. Antes al contrario, comparto con muchos europeos que el establecimiento del Estado del Bienestar fue un gran logro del siglo XX. Que no nos engañen, en esencia los liberales no creen en el Estado del Bienestar, sino que consideran que el mismo resta incentivos a que cada uno, individualmente, se esfuerce más. Por tanto, si usted estima que una educación y una sanidad pública de calidad y universales, o un sistema, igualmente público, de pensiones, son bienes a proteger, piense muy bien qué es lo que hace con su voto, no vaya a ponerlo, equivocadamente, en la urna de los que piensan que cuanto menos Estado, mejor. Si considera otra cosa, naturalmente que hará usted bien en votar alguna opción liberal conservadora.

Aunque tenga precedentes con similares aspiraciones, el Estado del Bienestar que conocemos, nació no en España, donde tardaría mucho en llegar tras la II Guerra Mundial, en un ambiente de gran temor a la expansión soviética en la Europa Occidental, y se asentó, incluso con el apoyo de liberales y conservadores, porque la alternativa de un Estado Social y de Derecho, era la mejor ante la amenaza comunista. Pero el comunismo ya hace mucho que fracasó, dada su absoluta incapacidad para asignar adecuadamente los recursos y, con la caída del muro de Berlín, poco a poco, de forma progresiva, hay gente que ya ve las cosas de forma distinta. Muerto el perro, se acabó la rabia.

A finales de 2012, la canciller Angela Merkel, declaraba al Financial Times algo así como: «Europa constituye poco más del 7% de la población mundial, produce un 25% del PIB global, pero financia un 50% del gasto social a nivel mundial; mantener nuestro estilo de vida nos obligará a trabajar muy duro». Algunos lo interpretaron como una forma de decir que el sistema es insostenible. En un momento en el que las economías europeas en gran parte por la miopía de las políticas desarrolladas están estancadas y se ha producido un aumento significativo de la presión sobre las finanzas públicas, es fácil aprovechar para señalar que los Estados del Bienestar europeos se han hecho demasiado grandes y, como consecuencia, representan una carga excesivamente elevada para la economía. En definitiva, hay que recortar en educación, en sanidad, en servicios sociales, en pensiones. ¿Les suena de algo?

El argumento sobre la insostenibilidad del sistema es sencillo: el Estado del Bienestar hay que financiarlo con impuestos; impuestos que pagan las empresas y los trabajadores, por lo que los costes de producción serán más elevados. Los trabajadores son más caros que los de los países emergentes que carecen del mismo nivel de protección y los impuestos que han de pagar las empresas constituyen un incentivo para que las mismas se trasladen a otros países con una legislación fiscal que le resulte más favorable. De una y otra cosa se deriva destrucción de empleo.

Algunos, incluso, descargan sobre los hombros del Estado del Bienestar el origen de la crisis que hemos vivido y en la que todavía estamos instalados: el sistema es caro, excesivamente caro, y los políticos no se atreven ni a recortar los beneficios ni a aumentar los impuestos para financiarlo, por lo que aumenta el déficit público y se acumula el endeudamiento, que es el principio de todos nuestros males.

Sería estúpido negar que existe una parte de razón en estas críticas al Estado del Bienestar, pero todavía lo sería más aceptarlas en tal nivel de simplicidad y crudeza, si no, ¿cómo explicamos que algunos de los países europeos que gastan una mayor proporción de su PIB en invertir a favor del bienestar de su población, sean, al mismo tiempo, aquellos que se sitúan entre los mejores en las clasificaciones internacionales de competitividad? El resultado real es que el coste de las políticas de bienestar no perjudica tanto la competitividad como dicen algunos, ya que se ve compensado con mayores niveles de productividad y de empleabilidad.

Es un efecto paralelo al que obtienen muchas empresas que pagan a su capital humano por encima de la media del mercado y, sin embargo, son más productivas y, por tanto, competitivas, que las que buscan fórmulas para explotar a sus empleados. Las primeras son las que consiguen atraer al mejor personal, fidelizarlo y retenerlo; las segundas incurren en procesos de selección adversa.

El Estado del Bienestar tiene muchos valores que conservar: por una parte ofrece un medio de ahorro colectivo institucionalizado, de forma que, en algunas etapas de nuestras vidas, somos contribuyentes netos al sistema de bienestar, mientras que en otros somos perceptores de sus beneficios.

Por otra, disminuye las desigualdades sociales, redistribuyendo una parte de la riqueza generada, al pedirle más a los que más tienen para dárselo a los que menos; a este respecto no deberíamos olvidar que disminuir las desigualdades, más allá del valor moral que cada uno pueda darle, es una virtud económica que favorece el crecimiento a largo plazo.

Sin Estado del Bienestar, los riesgos asociados a la vida tienen que asumirse a nivel individual o, como mucho, a nivel familiar. Con Estado del Bienestar, los riesgos se asumen, en gran parte, de forma colectiva, lo que disminuye la ansiedad y mejora la productividad. Ustedes eligen.